The Delhi experience

jueves, abril 07, 2005

Goa

Goa es uno de esos lugares que mantienen viva la ilusión de que todavía existen los paraísos terrenales, siempre y cuando el concepto de paraje idílico incluya elementos como cálidas playas, clima tropical todo el año, tranquilidad rozando la parálisis y paisajes repletos de palmeras, que también habrá a quien le resulta paradisíaco un pueblo en los montes de la Serranía de Cuenca o un encierro en un convento benedictino, por poner un caso. Para todo hay candidatos.

Una escapada a Goa después de los grises y hoscos meses del invierno en Delhi multiplica aún más el efecto nirvánico de los placeres allí prometidos y hallados. Al llegar a Goa, sobrecoge ante todo la claridad deslumbrante, la luz desbordante que inunda todo. Luego los sentidos admiran el colorido de las casas, la alegría de las palmeras, como fuegos artificiales estallando por doquier, el aire tibio, el olor de las especies y el mar. Nada más dejar las bolsas en el hotel, bajamos a la cercana playa. El primer encuentro con el Índico trae resonancias aventureras. Me vienen a la cabeza los nombres de Emililo Salgari y Sandokán, las rutas de la seda y las especias, imagino a Astérix y Obélix sobrevolando sus aguas sobre una alfombra voladora camino de socorrer al maharajá y su hermosa hija en “Astérix en la India”…. Soy consciente de que este último es un pensamiento pueril y ñoño, pero el océano ya no me sugiere nada más elevado. Simplemente me invita a zambullirme en sus tibias aguas. La puesta de sol, con el cielo y el agua teñidos de violeta, es estremecedora.

Goa es una de las zonas de la India que mayor contacto ha tenido con los europeos históricamente. Los portugueses la colonizaron en el siglo XVI y la convirtieron en un estado rico gracias al comercio, además de dejar la huella del cristianismo. Luego pasarían por allí holandeses e ingleses. Decaída y olvidada durante siglos, en la década de los 70 se puso de moda como destino turístico de hippies de todo el mundo. Muchos de los que llegaron entonces renunciaron o no fueron capaces de volver a sus lugares de origen, y se establecieron allí de manera permanente. A aquellos pioneros se les reconoce al instante al toparse con ellos: la voz descascarillada, la piel endurecida como la corteza del coco, calvas que conviven con melenas a la altura del hombro, un niño mulato fruto de su unión con alguna nativa, el porro siempre a mano… Años de exposición al sol y escasa moderación en las costumbres han convertido a estas leyendas vivientes en benditos y felices pellejos humanos.

Goa también es famosa por su fiesta continua. Con la excepción de los sofocantes meses del monzón (calor y lluvia a raudales), durante todo el año la juerga asegurada es uno de los reclamos más atractivos para sus visitantes (que van desde batallones de turistas ingleses o australianos llegados en rebosantes charters hasta pijos madrileños incapaces de recordar el nombre de un solo pueblo o playa pero que conocen al dedillo la geografía discotequera, pasando por mochileros de toda procedencia, rastafaris o los omnipresentes israelíes, y hasta descendientes de los maharajás que se desplazan en helicóptero, según cuentas las leyendas), y para muchos el mayor aliciente. Goa compite con Ibiza y Londres en fiestas chic e innovación musical. Durante la temporada alta se organizan raves de varios días de duración en playas o montes, y en las discotecas asomadas a los acantilados (muchas de propiedad estatal) no deja de atronar el ritmo del Goa Trance, el estilo musical propio orgullo de los DJs locales. Más de un perjudicado tras una excesiva exposición a estos deleites deambula por las pistas de baile con la mirada ablandada y la mente confusa. No es fácil reencontrarse con uno mismo bajo una tormenta tecno de 500 decibelios.

Relajados y confiados como angelitos en este nuestro particular edén, pudimos llevar a cabo dos acciones completamente vedadas en nuestras actividades cotidianas en Delhi. La primera fue comer pescado, producto difícilmente asequible en la capital debido a las dudosas condiciones de traslado y conservación que suelen desaconsejar su consumo en tan distante punto del océano. Para compensar la ausencia durante un largo trimestre de este producto esencial en la dieta, las comidas y cenas durante los días que pasamos en Goa consistieron invariablemente en diferentes variedades y recetas de pescado (no llegué a desayunar café con gambón, pero tentado estuve). Lo malo es que para degustar tales exquisiteces había que pasar por el requisito previo de esperar nunca menos de una hora entre el momento de ordenar la comanda y el de recibir el plato en la mesa. La culpa es el carácter sousegado de los locales, rasgo característico y reconocido de su personalidad, por el que un goanense (valga el gentilicio) jamás se apresurará ni alterará su perenne calma, y nunca podrá imaginar, siquiera remotamente, la existencia de ese estado de animo, tan familiar en Occidente, conocido como estrés.

La otra actividad impensable en Delhi que la bonanza de las condiciones en Goa hizo posible fue la de alquilar una motocicleta para excursiones y desplazamientos. El tráfico es escaso, las carreteras despejadas y las distancias, aunque no enormes, requieren de algún tipo de transporte motorizado, por lo que nada más fácil ni conveniente que alquilar una scooter al módico precio de 100 rupias diarias (gasolina aparte) y lanzarse a explorar el terreno. Más felices a bordo del cacharro que Desi en Verano Azul o que la princesa Hepburn paseando por las calles de Roma junto al caballero Peck, recorrimos la costa norte de Goa visitando pueblos y playas de nombres tan estrambóticos como sugerentes: Candolim, Calangute, Anjuna, Vagator, Mandrem, Arambol… También Old Goa, donde dos colosales iglesias semiabandonadas dan fe de la grandeza de la urbe construida en su día por los portugueses, y la capital, Panaji, de colores pasteles y reminiscencias coloniales, que por momentos engaña la percepción del viajero y le hace sentirse en La Habana o Maracaibo, y no en un discreto y encantador rincón asiático.

Goa, una de las muchas Indias, y una de mis favoritas.

Fotos

miércoles, enero 26, 2005

Reportaje en El Mundo

Las aventuras de Charliter, también en la prensa seria:

El negocio de las cabelleras indias

Y en Casa Asia.

viernes, diciembre 17, 2004

De vuelta

En Madrid salgo a la calle. El cielo vuelve a ser azul y no grisáceo, y el aire limpio, tan oxigenado que casi daña mis maltratados pulmones, repletos de anhídrido carbónico indio. La atmósfera me parece alarmantemente tranquila. No hay fauna animal a la vista, ni bueyes, ni jabalíes, ni camellos, si acaso perros paseados por sus dueños. El tráfico es ordenado y cívico: no hay bocinazos continuos, ni rickshaws jugando a kamikazes. Ninguna vaca interrumpe impunemente la circulación. Tanto sosiego me lleva a pensar si Madrid es una ciudad aburrida o demasiado civilizada.

Llego al kiosco, apoquino un euro por el periódico, recuerdo que allí pagaba 1,5 rupias (un duro de los antiguos), no me aburría más su lectura y me cabreaba menos. La superabundancia de información me sobrepasa: 80 páginas de periódico, diarios gratuitos, canales de noticias en el metro, docenas de revistas, telediarios a todas horas, radio, Internet... El aplastante peso del "primer mundo", imagino.

Observo, nunca antes me había llamado la atención lo despejadas que están las calles: no hay vendedores de flores o comida, ni puestos de zumos, ni peluqueros ni zapateros, ni siquiera mendigos o gente sin otra ocupación que dejar pasar las horas. Por supuesto nadie duerme en ellas, o sólo los extremadamente desfavorecidos. Me fijo en el vestuario de la gente, todos tan apresurados: predominan los negros, grises, azules marinos. Ni rastro de amarillos, naranjas, rojos, violetas, rosas. Como si el televisor se hubiera estropeado y devolviera las imágenes en blanco y negro.

Ahora he perdido el título de “Sir”, tan misteriosamente como lo había ganado al llegar a la India, aunque ni entonces hice nada por conquistarlo ni ahora por desmerecerlo. Ya no soy un ser privilegiado: nadie me trata con reverencia, a lo más que puedo aspirar es a que lo hagan con educación. Tampoco despierto curiosidad: nadie me mira, nadie me sonríe, nadie intenta sacarme unas rupias. Supongo que entre iguales no es fácil llamar la atención.

Tengo que hacer la compra. De camino al súper recuerdo el mercado de Vasant Vihar, con sus tenderos atentos y eficaces, los pequeños puestos magníficamente abastecidos. Encuentro el supermercado excesivamente higienizado: la luz blanca de hospital, los productos perfectamente alineados en las estanterías, los suelos resplandecientes y deslizantes. Sospecho que tanta pulcritud contagiará a los alimentos y los privará de todo sabor. Si al menos pudiera encontrar haldi, chili powder o garan masala con que aderezar la comida, pero me tengo que conformar con pimienta y salsa de tabasco Mcilhenny.

Me dirijo a la salida, deposito los productos frente a una de las cajeras, me echa la cuenta: 27,3 euros. Por ese dinero podría hacer la compra una semana en la India. Contraataco, ofrezco 15 euros. La cajera me mira con cara de no entender y me repite el importe: 27,3 euros. Explico que lo que llevo no vale (aunque lo cueste) tanto dinero, aún así aumento mi oferta a 18 euros. La cajera empieza a ponerse nerviosa, busca a alguien con la mirada. No me parece buena regateadora: negocia recurriendo al dramatismo en vez de a buenos argumentos. Aumento hasta mi último precio: 20 euros. La cajera está a punto de apretar el botón para alertar a Seguridad; antes de que lo haga, me resigno y pago los 27,3 euros.

Por la calle llevo puesto el discman, escuchando la música de una de las películas de Bollywood triunfadoras este año. El ritmo me contagia y esbozo algún pase de punjabi dance. La gente me mira (ahora sí) y se ríe (no sonríe). No me importa, me imagino persiguiendo a mi heroína sobre las cumbres nevadas del Himalaya, luego por praderas donde las espigas llegan a la cintura. Finalmente la encuentro en un oasis en mitad del desierto, bellísima con su sari azotado por el viento. Un momento. ¿Desierto en pleno Madrid? ¿Cómo es posible? Ah claro, me doy cuenta de que he llegado a casa y la estoy viendo a ella, mi pequeña, mi memoria permanente de la India, sorprendente y mágica, ahora tan lejos, pero cercana.

Me acerco a ella, nos repetimos una vez más la frase pronunciada con la reiteración de un mantra desde que volvimos: “No digas que fue un sueño”. De acuerdo, intentaré no decirlo, pero sé que me costará.

viernes, octubre 01, 2004

Bombay

Durante mucho tiempo, supongo que como a muchos de mi misma generación, mi única noción acerca de Bombay fue que se trataba, como Hawai, de un paraíso, que a veces ella se montaba en su piso. Pero resulta que Bombay no es un sitio idílico, por lo menos para la mayoría de sus 16 millones de habitantes. Tal vez el señor Cano, cuando compuso la mítica tonadilla, no encontró enclave que mejor rimara con “Hawai” para encajarlo en la breve lista de lugares paradisíacos que la protagonista soñaba con visitar algún día, así que no dudó en otorgar tal cualidad a Bombay, sacrificando la realidad a cambio de redondear un verso que se convertiría en mítico en la historia musical española de los ochenta.

El caso es que Bombay, o Mumbai, puede no ser un paraíso, pero sin duda es un lugar ensoñador y mágico. Capital comercial y administrativa durante los muchos años en que la India enriquecía las arcas del Imperio Británico, es todavía el principal centro industrial y financiero del país. La huella inglesa se palpa en los majestuosos edificios victorianos, que a veces parecen transportar al desconcertado visitante a una especie de Londres tropical, en barrios como Colaba o zonas como Gateway of India y la Universidad, en los autobuses rojos de dos pisos, idénticos a los de la City, en locales que todavía conservan un aire colonial, con sus ventiladores de aspa, sus enormes ventanales y sus muebles de época, en los que se diría que en cualquier momento un David Niven impolutamente vestido de blanco va a entrar a refrescar el gaznate con un sweet lime soda, después de una jornada cazando tigres a lomos de un elefante junto al maharajá de Kapuntala.

Atraídas por su magnetismo, cada día llegan a Bombay no menos de 1.500 personas con las manos vacías y la esperanza de buscar una vida mejor en la gran capital. Dado que la ciudad está asentada sobre una lengua de tierra que se adentra en el Mar Arábigo, por lo que más de la mitad de su superficie está delimitada por el agua, es fácil imaginar los problemas de amontonamiento humano que esto supone. A diferencia de la más espaciada Delhi, las calles de Bombay están siempre congestionadas, y por la noche es necesario sortear a los muchos que duermen en el suelo. Allí están los mayores slums (poblados de chabolas) de Asia, probablemente también del mundo. La mafia controla el inframercado inmobiliario: el metro cuadrado de chabola se cotiza a precio de oro. No es broma: el precio de una chabola en Bombay puede ser mayor que el de un apartamento medio en Nueva Delhi. Los slums se organizan como comunidades independientes, con sus propios criterios administrativos y distributivos, a menudo dirigidos por el Shiv Sena, el partido fundamentalista hindú que dice representar a los que no tienen nada.

Pero Bombay es también una ciudad con una cara vital y luminosa: la de los rascacielos que flanquean Marine Drive, el quilométrico paseo marítimo que bordea la bahía al sur de la ciudad; la de Chowpatty o Candy Beach, las playas donde al atardecer la gente pasea, monta en tiovivos, sorbe agua de coco o saborea bhelpuri; la de los centros de negocios, que transmiten energía y vigor a la ciudad como golpes de baterista; la que emana de Mani Bhawan, la casa donde vivió el Mahatma Gandhi durante quince años; la de bares y restaurantes y marcha nocturna, inexistente en cualquier otra ciudad de la India; y por supuesto, el glamour un tanto kitsch que desprende Bollywood, la industria de sueños cinematográficos que embelesa a millones de indios con sus historias imposibles.

Aaaaay... ¿Cuándo volveré a Bombay?

martes, agosto 24, 2004

En el cine

No hay muchas diversiones públicas (no cuentan las fiestas privadas que organizamos los guiris) en Nueva Delhi, pero siempre queda la opción de acercarse al cine, donde el entretenimiento está garantizado incluso al margen de la calidad de la cinta. Sobre todo si la película es local; o sea, de Bollywood.


El argumento estándar de una película india es simple: chico conoce a chica, se enamoran, hay problemas, se solucionan los problemas, final feliz. Entre medias suelen aparecer una serie de temas recurrentes, siendo los más manidos el conflicto India – Pakistán, las relaciones de pareja en ciernes que se enmarañan con la aparición de un tercero/a, suegra y nuera que se detestan (aunque pueden acabar haciendo las paces) y otras complicaciones en las relaciones familiares, el amigo/a confidente del/ de la protagonista... La historia debe desarrollarse durante un metraje no inferior a las dos horas y media (se suelen aceptar como adecuadas las tres horas de duración), con preceptivo descanso a media película y visita al bar y/o aseos.


Es imprescindible que los actores sobreactúen, que ellos estén mazas y ellas insinuantes, que aparezca algún badulaque en papel secundario para hacer reír al público, que salgan muchos exteriores (si el presupuesto lo permite, que sea Dubai, Sydney, Londres o Nueva York), que el guión construya un buen masala de momentos para la risa y para el llanto (aunque a veces no quede del todo claro cuáles con cuáles) y, sobre todo, incluir varios números musicales, vengan o no a cuento (tampoco venía muy a cuento que de repente se pusieran a cantar en cualquier escena en los musicales americanos y a nadie le parecía extraño), con canciones que en caso de éxito alcanzan números uno de popularidad, y eléctricos bailes en los que los actores demuestran con sus dotes para la danza que son algo más que meros iconos decorativos, algunos en la categoría de semidioses.


Fundamental es que la película contenga el adecuado toque spicy. La sensualidad siempre debe estar presente, aunque en un país tan pudoroso o reprimido como la India todo el asunto erótico-festivo debe limitarse a la sugerencia y a dejar que las omitidas escenas carnales se desarrollen en la imaginación del espectador, pero nunca ser proyectadas en la pantalla. Los actores jamás se besarán, aunque en los exuberantes números musicales dedicados al cortejo amoroso se devoren visual y gestualmente, con sus ligeras ropas y largas cabelleras ondeando bajo ventoleras generadas por potentes ventiladores.


No menos entretenido que el argumento de la película es observar las reacciones del público local, que se comporta a menudo como en la platea de un teatro: como si los fotogramas pudieran apreciar sus reacciones, los espectadores aclaman las proezas del héroe, vitorean la muerte del villano, silban en las escenas picaronas y despiden los títulos de crédito con aplausos. Los cines indios no son recomendables para maniáticos de la tranquilidad y puristas enemigos de las viandas en la sala: los móviles suenan tan a menudo como en el restaurante del VIPS de Serrano a la hora de comer, las madres ven la película con sus escandalosos churumbeles en brazos, y un combo compuesto de hot dog + palomitas gigantes + refresco cuesta la irresistible cantidad de 90 rupias (1,5 euros).


¿Quién da más diversión?

Fotos del último viaje a Ladakh en http://photos.yahoo.com/charliter


miércoles, junio 30, 2004

Old Delhi

Nueva Delhi es una ciudad asentada sobre ruinas que a su vez estaban construidas sobre otras ruinas. Durante siglos han pasado por aquí invasores, conquistadores, sagas, dinastías, monarquías, príncipes, regentes, muchos traicionados y asesinados por sus propios hijos, o hasta por sus sobrinos, en los casos más melodramáticos. De la mayoría de los antiguos delhiítas (no sé si es correcto este gentilicio, traduzco libremente del inglés delhiits) no quedan más que restos, monumentos en los mejores casos, no se va a tocar aquí el tema de las políticas locales para la conservación del patrimonio histórico-cultural, eso sí, algunos (monumentos) magníficos. Con todo, hubo dos moradores que dejaron los cimientos de lo que hoy es Delhi: los mogoles y los ingleses.

En realidad, Nueva Delhi es la menos india de las ciudades indias, al menos en apariencia. Los ingleses reinventaron entre finales del siglo XIX y principios del XX la histórica y decrépita Delhi como la nueva capital administrativa del país, lejos de las congestionadas Calcuta y Bombay. A partir de un eje central de edificios monumentales, el Raj Path (pronúnciese como un madrileño puro pronunciaría “raspa”) construyeron (entre 1910 y 1930) redes de avenidas, arboladas y rodeadas de edificios residenciales, que poco a poco se han ido extendiendo para unir lo que antes eran pueblos o colonias y ahora son barrios engullidos por la megalópolis. Por eso, al llegar a Nueva Delhi, sin dejar de ser un sitio asombroso y digno de verse, no se tiene del todo la sensación de “estar en la India”, en el sentido de que lo que se encuentra aquí no se corresponde con la imagen que el viajero occidental trae formada de este país. De acuerdo, todo es más o menos pintoresco, hay vacas por la calle y los billetes llevan el careto sonriente de Gandhi: indudablemente estás en algún lugar exótico, pero es cierto que una estampa de Nueva Delhi “no parece” la India. Lo mismo podrías estar en el barrio indio de Los Ángeles (California, no San Rafael).

Hasta que visitas Old Delhi. Entonces ya no hay dudas: incuestionablemente, estás en la India.

Retomando la historia, y abreviando, en 1638 el emperador mogol Shah Jahan trasladó la capital de su imperio de Agra a Delhi, y no contento con haber empezado a construir en 1631 el Taj Mahal en Agra (que se terminó 22 años después), edificó una nueva urbe que llamó, en un derroche de modestia y originalidad, Shahjahanabad. Diez años después ya estaban en pie el imponente Red Fort, la mezquita de Jama Masjid (la más grande de la India) y Chandni Chowk (la espina dorsal comercial y circulatoria), todavía hoy los tres centros gravitatorios alrededor de los que orbita todo Old Delhi.

Es difícil describir las sensaciones que se tienen después de la primera visita a Old Delhi, especialmente si, como es el caso del que suscribe, no se ha visto antes de la India más que la un tanto fantasmal e irreal New Delhi. Para empezar, hay mucha gente. Muchísima. El resto de Delhi no da la sensación de ser una ciudad habitada por 14 millones de habitantes. Old Delhi sí. No es que estén ahí metidos los 14 millones, pero pueden ser 3 o 4 los que habiten un área que no será más grande que Segovia o Cuenca.

La actividad es frenética allá donde pases. Los sentidos se quedan cortos: faltan ojos, oídos y olfato para abarcarlo todo. Los comercios exhiben muestrarios inagotables de cualquier tipo de mercancías; los bazares se extienden por calles laberínticas, algunas tan estrechas que se alcanza a tocar los edificios de ambos lados de la calle extendiendo los brazos; los mendigos se apiñan en los lugares en los que les sirven un plato de arroz o de dal; los cycles (taxi-bicicleta) sustituyen a los rickshaws y compiten por cada milímetro de espacio en las calzadas. En todas partes parece que se impone el desorden, la suciedad, la confusión, aunque siempre entremezclados con chispazos de vida, gestos, miradas, sonrisas. Old Delhi transporta a otro universo, otra época, otro espacio, otras coordenadas. Desubica, golpea, desconcierta. De no ser porque no tienes el mando a distancia en la mano, podrías creer que estás viendo un documental en la tele, aunque tan hiperrealista que más bien se diría que te has puesto unas gafas de realidad virtual y estás pasando tus vacaciones imaginarias en la India. A lo mejor las agencias de viajes del año 2050 ofrecen estos servicios, ¿qué no? Ya llegará, de momento lo mejor es ver el espectáculo in situ.

martes, junio 22, 2004

Veena

Veena es nuestra criada

¡¡¡¡¡¡¡MMMMMEEEEECCCCC!!!!!!!!


¿Qué fue eso? Ah claro, bocinazo del detector de expresiones políticamente incorrectas. Rectifico: Veena es nuestra sirvienta, asistenta, mucama, chica, doméstica, muchacha, doncella o maritornes, como se la prefiera denominar (¿mejor?).

En la India es normal que todas las familias tengan por lo menos una persona ayudando en la casa. Es otra consecuencia de la superpoblación, no todo el mundo puede tener un empleo, por muy mísero que sea, así que mucha gente se dedica a servir en casas de otros, normalmente los de castas bajas en las casas de castas superiores. Incluso las familias modestas tienen su servant, y no sólo una, pueden tener dos o incluso tres. La gente con dinero posee auténticos ejércitos de sirvientes. Nuestra vecina, por ejemplo, una señora de posibles, tiene jardinero, chofer, cocinera, mayordomo y otro lacayo de actividad no identificada que se pasa el día en la puerta de la casa aparentemente sin otra ocupación que dejar pasar las horas.

Trabajar en casa de unos guiris como nosotros es un privilegio para cualquier nativo. Generalmente, los indios pagan una miseria a sus sirvientes, les mantienen en régimen de semiesclavitud y les tratan de forma despótica. Nosotros los occidentales somos infinitamente bondadosos en comparación, y les pagamos con mucha más generosidad, aunque sus tarifas sigan siendo ridículas para los estándares europeos (la nuestra nos cuesta 3.500 rupias al mes, unos 60 euros). Siempre hay que tener un ojo encima de ellos, eso sí, para que no desaparezcan sospechosamente rápido los plátanos recién comprados o el rollo de papel Albal, vigilar las vueltas de la compra o para que la capa de polvo no impida leer las cubiertas de los libros de la estantería.

A Veena la heredamos de los antiguos moradores de la casa, una pareja de franceses (Sisú y Tití). Es de Kerala, tiene 32 años y dos hijos de 15 y 11 (cifras aproximadas). La verdad es que es muy buena persona, honrada (no nos sisa más que lo imprescindible), cariñosa, sonriente y bienhumorada como la mayoría de la gente del sur. También un poco lerda, todo hay que decirlo. Viene todos los días entre las 9:30 y las 10, no viene sábados y domingos porque no queremos que venga esos días, si no también estaría aquí, y se marcha una vez ha terminado de recoger después de comer, cuando no la despachamos antes.

Algunos conceptos relacionados con la intendencia doméstica no los tiene del todo bajo control: hay que explicarle una y otra vez que el polvo desértico que invade la casa continuamente debe limpiarse cada día, o que no es necesario echar cinco chorros de Cristasol para limpiar una ventana. El mayor inconveniente es que sus fundamentos de cocina son tan básicos que todo su repertorio gastronómico se agotó en la primera semana. También tiene un problema de falta de iniciativa: todo le tiene que ser dicho, porque de motu propio nunca hará nada. Es necesario ser paciente, una vez descartada la opción de tratarla a latigazos. Al menos mantiene la casa ordenada y limpia, lava (a mano, no tenemos lavadora), plancha (o lo intenta), hace la compra... Hay que reconocer que es un lujo (asiático) que sólo disfrutaremos este año, no quiero pensar lo duro que será volver a tener que fregar platos.

Al principio resultaba extraño tenerla todo el día merodeando por la casa, pero ya me he acostumbrado a su presencia, bastante silenciosa por otra parte. Yo para ella soy el “master”, y le inspiro una mezcla de temor, respeto y devoción. Hay momentos en los que no está haciendo nada, tampoco somos una familia con niños, perros o fauna similar, por lo que muchos días sus quehaceres son bastante reducidos. Sin embargo, si aparezco cerca suyo aparentará siempre tener alguna ocupación, ordenar por enésima vez los trapos de la cocina o alinear los zapatos en la estantería de los zapatos. Alguna vez le he dicho que ponga la radio para entretenerse, o incluso que se siente cuando quiera y descanse un rato, instrucciones que obedece al momento y olvida al día siguiente. Sería más divertido tener una doncella al estilo Florinda Chico, de aquellas que hacen el papel de madres adoptivas, pero en fin, qué se le va a hacer.