The Delhi experience

jueves, mayo 27, 2004

El tráfico

El caos circulatorio de Delhi se rige por un orden estrictamente jerárquico. Cuanto más voluminoso el vehículo, mayor prioridad de paso, y viceversa, cuanto más pequeño, insignificante o ligero, más vivos deben estar los conductores para ir dejando vía libre a los grandes. Así que como si las calles fueran un ecosistema oceánico, mandan los ballenatos (autobuses y camiones), siguen los leones marinos (camionetas, todoterrenos), luego toda la gama intermedia de pescados (desde coches hasta rickshaws), después las sardinillas (motos y bicicletas) y en el último escalón está el plancton peatonal que sirve de alimento a todos los anteriores.

Obvia decir que la educación vial es nula. Los conductores en Delhi circulan a base de ganar metros a los vehículos que tengan cerca: no se trata de ir del punto A al punto B de la forma más cómoda, lógica o rápida posible; más bien da la sensación de que el objetivo es superar al máximo número posible de competidores entre A y B, disputándoles cada metro de asfalto al estilo de una salida de un Gran Premio de F1.

El uso del claxon al circular es continuo. La Castellana es un remanso de paz al lado de cualquier calle de Delhi en hora punta. El sentido auditivo es imprescindible para los conductores, que le dan a la bocina con una insistencia machacona, tal vez para reemplazar la casi total ausencia de semáforos y guardias de tráfico. Aún así, los osados compatriotas que se han comprado una moto y circulan por la ciudad al estilo de Han Solo conduciendo su Halcón Milenario entre campos de asteroides, dicen que es muy útil que les piten, porque así se sabe de donde viene el peligro.

Nosotros no nos hemos comprado moto, claro, somos demasiado caguetas o prudentes para ello. Nuestro modo de locomoción habitual para distancias largas es el ricksahw, esa especie de alcachofa motorizada conducida por un aspirante a kamikaze. En Delhi los hay a patadas, y seguramente sea la forma más cómoda de desplazarse, ya que son baratos, rápidos y fácilmente localizables. A cambio de estas ventajas, a menudo se pasa un mal rato a bordo. La sensación de montar en un rickie es parecida a la de montar en los autos de choque de las ferias, con la salvedad de que generalmente el conductor evita el impacto en el último instante con alguna filigrana salvadora. Muchos conductores tienen un pequeño altar delante del manillar con que manejan el cacharro donde llevan coloridas imágenes de algunos dioses del variado repertorio hindú. Antes de arrancar, a veces dedican un pequeño rezo a sus respectivos protectores; en esos casos, es aconsejable que el pasajero empiece también a rezar lo que sepa.

Pero lo más asombroso de todo es que, aún con miles de vehículos moviéndose en estas condiciones, apenas hay percances circulatorios. Los conductores indios tienen una prodigiosa capacidad para calcular con precisión de milímetros la velocidad, los espacios y la distancia, con lo que consiguen continuamente evitar trastazos que parecen irremediables. Por supuesto que también influye el hecho de que la velocidad media es muy baja (dada la congestión circulatoria), pero no deja de ser pasmoso salir siempre ileso del maremágnum vial. Es uno más de los milagros de la India: sólo aquí es posible que las cosas funcionen con aparente normalidad en un entorno caótico.