The Delhi experience

miércoles, junio 30, 2004

Old Delhi

Nueva Delhi es una ciudad asentada sobre ruinas que a su vez estaban construidas sobre otras ruinas. Durante siglos han pasado por aquí invasores, conquistadores, sagas, dinastías, monarquías, príncipes, regentes, muchos traicionados y asesinados por sus propios hijos, o hasta por sus sobrinos, en los casos más melodramáticos. De la mayoría de los antiguos delhiítas (no sé si es correcto este gentilicio, traduzco libremente del inglés delhiits) no quedan más que restos, monumentos en los mejores casos, no se va a tocar aquí el tema de las políticas locales para la conservación del patrimonio histórico-cultural, eso sí, algunos (monumentos) magníficos. Con todo, hubo dos moradores que dejaron los cimientos de lo que hoy es Delhi: los mogoles y los ingleses.

En realidad, Nueva Delhi es la menos india de las ciudades indias, al menos en apariencia. Los ingleses reinventaron entre finales del siglo XIX y principios del XX la histórica y decrépita Delhi como la nueva capital administrativa del país, lejos de las congestionadas Calcuta y Bombay. A partir de un eje central de edificios monumentales, el Raj Path (pronúnciese como un madrileño puro pronunciaría “raspa”) construyeron (entre 1910 y 1930) redes de avenidas, arboladas y rodeadas de edificios residenciales, que poco a poco se han ido extendiendo para unir lo que antes eran pueblos o colonias y ahora son barrios engullidos por la megalópolis. Por eso, al llegar a Nueva Delhi, sin dejar de ser un sitio asombroso y digno de verse, no se tiene del todo la sensación de “estar en la India”, en el sentido de que lo que se encuentra aquí no se corresponde con la imagen que el viajero occidental trae formada de este país. De acuerdo, todo es más o menos pintoresco, hay vacas por la calle y los billetes llevan el careto sonriente de Gandhi: indudablemente estás en algún lugar exótico, pero es cierto que una estampa de Nueva Delhi “no parece” la India. Lo mismo podrías estar en el barrio indio de Los Ángeles (California, no San Rafael).

Hasta que visitas Old Delhi. Entonces ya no hay dudas: incuestionablemente, estás en la India.

Retomando la historia, y abreviando, en 1638 el emperador mogol Shah Jahan trasladó la capital de su imperio de Agra a Delhi, y no contento con haber empezado a construir en 1631 el Taj Mahal en Agra (que se terminó 22 años después), edificó una nueva urbe que llamó, en un derroche de modestia y originalidad, Shahjahanabad. Diez años después ya estaban en pie el imponente Red Fort, la mezquita de Jama Masjid (la más grande de la India) y Chandni Chowk (la espina dorsal comercial y circulatoria), todavía hoy los tres centros gravitatorios alrededor de los que orbita todo Old Delhi.

Es difícil describir las sensaciones que se tienen después de la primera visita a Old Delhi, especialmente si, como es el caso del que suscribe, no se ha visto antes de la India más que la un tanto fantasmal e irreal New Delhi. Para empezar, hay mucha gente. Muchísima. El resto de Delhi no da la sensación de ser una ciudad habitada por 14 millones de habitantes. Old Delhi sí. No es que estén ahí metidos los 14 millones, pero pueden ser 3 o 4 los que habiten un área que no será más grande que Segovia o Cuenca.

La actividad es frenética allá donde pases. Los sentidos se quedan cortos: faltan ojos, oídos y olfato para abarcarlo todo. Los comercios exhiben muestrarios inagotables de cualquier tipo de mercancías; los bazares se extienden por calles laberínticas, algunas tan estrechas que se alcanza a tocar los edificios de ambos lados de la calle extendiendo los brazos; los mendigos se apiñan en los lugares en los que les sirven un plato de arroz o de dal; los cycles (taxi-bicicleta) sustituyen a los rickshaws y compiten por cada milímetro de espacio en las calzadas. En todas partes parece que se impone el desorden, la suciedad, la confusión, aunque siempre entremezclados con chispazos de vida, gestos, miradas, sonrisas. Old Delhi transporta a otro universo, otra época, otro espacio, otras coordenadas. Desubica, golpea, desconcierta. De no ser porque no tienes el mando a distancia en la mano, podrías creer que estás viendo un documental en la tele, aunque tan hiperrealista que más bien se diría que te has puesto unas gafas de realidad virtual y estás pasando tus vacaciones imaginarias en la India. A lo mejor las agencias de viajes del año 2050 ofrecen estos servicios, ¿qué no? Ya llegará, de momento lo mejor es ver el espectáculo in situ.

martes, junio 22, 2004

Veena

Veena es nuestra criada

¡¡¡¡¡¡¡MMMMMEEEEECCCCC!!!!!!!!


¿Qué fue eso? Ah claro, bocinazo del detector de expresiones políticamente incorrectas. Rectifico: Veena es nuestra sirvienta, asistenta, mucama, chica, doméstica, muchacha, doncella o maritornes, como se la prefiera denominar (¿mejor?).

En la India es normal que todas las familias tengan por lo menos una persona ayudando en la casa. Es otra consecuencia de la superpoblación, no todo el mundo puede tener un empleo, por muy mísero que sea, así que mucha gente se dedica a servir en casas de otros, normalmente los de castas bajas en las casas de castas superiores. Incluso las familias modestas tienen su servant, y no sólo una, pueden tener dos o incluso tres. La gente con dinero posee auténticos ejércitos de sirvientes. Nuestra vecina, por ejemplo, una señora de posibles, tiene jardinero, chofer, cocinera, mayordomo y otro lacayo de actividad no identificada que se pasa el día en la puerta de la casa aparentemente sin otra ocupación que dejar pasar las horas.

Trabajar en casa de unos guiris como nosotros es un privilegio para cualquier nativo. Generalmente, los indios pagan una miseria a sus sirvientes, les mantienen en régimen de semiesclavitud y les tratan de forma despótica. Nosotros los occidentales somos infinitamente bondadosos en comparación, y les pagamos con mucha más generosidad, aunque sus tarifas sigan siendo ridículas para los estándares europeos (la nuestra nos cuesta 3.500 rupias al mes, unos 60 euros). Siempre hay que tener un ojo encima de ellos, eso sí, para que no desaparezcan sospechosamente rápido los plátanos recién comprados o el rollo de papel Albal, vigilar las vueltas de la compra o para que la capa de polvo no impida leer las cubiertas de los libros de la estantería.

A Veena la heredamos de los antiguos moradores de la casa, una pareja de franceses (Sisú y Tití). Es de Kerala, tiene 32 años y dos hijos de 15 y 11 (cifras aproximadas). La verdad es que es muy buena persona, honrada (no nos sisa más que lo imprescindible), cariñosa, sonriente y bienhumorada como la mayoría de la gente del sur. También un poco lerda, todo hay que decirlo. Viene todos los días entre las 9:30 y las 10, no viene sábados y domingos porque no queremos que venga esos días, si no también estaría aquí, y se marcha una vez ha terminado de recoger después de comer, cuando no la despachamos antes.

Algunos conceptos relacionados con la intendencia doméstica no los tiene del todo bajo control: hay que explicarle una y otra vez que el polvo desértico que invade la casa continuamente debe limpiarse cada día, o que no es necesario echar cinco chorros de Cristasol para limpiar una ventana. El mayor inconveniente es que sus fundamentos de cocina son tan básicos que todo su repertorio gastronómico se agotó en la primera semana. También tiene un problema de falta de iniciativa: todo le tiene que ser dicho, porque de motu propio nunca hará nada. Es necesario ser paciente, una vez descartada la opción de tratarla a latigazos. Al menos mantiene la casa ordenada y limpia, lava (a mano, no tenemos lavadora), plancha (o lo intenta), hace la compra... Hay que reconocer que es un lujo (asiático) que sólo disfrutaremos este año, no quiero pensar lo duro que será volver a tener que fregar platos.

Al principio resultaba extraño tenerla todo el día merodeando por la casa, pero ya me he acostumbrado a su presencia, bastante silenciosa por otra parte. Yo para ella soy el “master”, y le inspiro una mezcla de temor, respeto y devoción. Hay momentos en los que no está haciendo nada, tampoco somos una familia con niños, perros o fauna similar, por lo que muchos días sus quehaceres son bastante reducidos. Sin embargo, si aparezco cerca suyo aparentará siempre tener alguna ocupación, ordenar por enésima vez los trapos de la cocina o alinear los zapatos en la estantería de los zapatos. Alguna vez le he dicho que ponga la radio para entretenerse, o incluso que se siente cuando quiera y descanse un rato, instrucciones que obedece al momento y olvida al día siguiente. Sería más divertido tener una doncella al estilo Florinda Chico, de aquellas que hacen el papel de madres adoptivas, pero en fin, qué se le va a hacer.

sábado, junio 12, 2004

En la comisaría

Durante nuestra visita a Bombay (próximamente en este diario) tuvimos la mala suerte de extraviar nuestra flamante cámara digital. No quiero entrar en detalles: es un tema doloroso que prefiero no remover. Sólo diré que nos tuvimos que resignar a comprar otra cámara y a intentar que el seguro pague la primera. La aseguradora sólo cubre objetos personales que hayan sido robados de forma violenta (no perdidos ni sustraídos mediante hurto), y además exige que se presente la denuncia correspondiente, así que no tuvimos más remedio que visitar una comisaría de policía para denunciar el violento robo del que habíamos sido desgraciados objetos. (Espero que entre los lectores no haya nadie que trabaje para nuestra compañía de seguros).


Un domingo por la mañana nos acercamos a la comisaría de Munirka, la más próxima a nuestra casa. Nos hacen pasar a un despacho en el que hay dos mesas, unas cuantas sillas, un par de teléfonos, dos policías con sus uniformes caqui, uno detrás de cada mesa, que también parecen formar parte de la escueta decoración, y unas cuantas personas no identificadas que entran y salen. Nos hacen sentar en una esquina de una de las mesas y uno de los dos policías escucha distraídamente nuestra historia, luego coge un bolígrafo y escribe algo en una especie de almanaque que tiene sobre la mesa que parece sacado de una película en blanco y negro en la que José Luis López Vázquez trabajara de contable en una sastrería. La tecnología puesta al servicio de la lucha contra el crimen, vaya. Nos dice que esperemos cinco minutos a que venga el oficial. Le decimos que muy bien.


Unos 45 minutos después llega por fin el oficial. Es un señor serio, de unos 55 años, vestido de paisano. Nos pregunta el motivo de la visita. Le contamos nuestra versión de los hechos: el sábado por la noche, mientras caminábamos felices y confiados por las cercanías de hotel Vasant Continental (apenas a 300 metros de la comisaría) dirigiéndonos a la discoteca situada en la planta baja de dicho hotel, dos individuos a bordo de una motocicleta (no, no vimos la matrícula) pasaron a toda velocidad a nuestro lado e hicieron uso del clásico tirón para arrancarnos del brazo la bolsa en la que llevábamos la cámara. Por supuesto no tuvimos posibilidad de reaccionar en ese momento, debido al susto y al shock. Al día siguiente acudimos prestos y compungidos a denunciar el suceso. Perfectamente verosímil, ¿qué no?


El tipo me mira con la misma cara que si le hubiera asegurado que el ladrón se desplazaba en alfombra voladora, o que el Atleti volverá alguna vez a ganar un doblete. Empieza a someterme a interrogatorio. Yo empiezo a temblar por dentro, aparte que no entiendo la mitad de lo que dice.


Comisario - ¿Ayer por la noche?


Charliter – Sí.


Comisario - ¿Enfrente del hotel?


Charliter – Sí.


Comisario - ¿Dos individuos en moto que pasan al lado y les quitan la cámara?


Charliter - Sí, sí (glups).


Comisario - ¿Y por qué no lo denunciaron ayer mismo?


Charliter – Es que nos quedamos muy traumatizados (horror).


En este punto ya somos conscientes de la endeblez de la historia. El comisario ladea la cabeza y emite su veredicto: “Dis is not bi-lí-bi-vol” (“Esto no es creíble”). Estupendo. Bangalore, tenemos un problema.


Amable y pacientemente, el comisario nos explica las razones que le hacen desconfiar de la veracidad de la historia. Se pueden resumir en:



  • La India es un país tranquilo y pacífico (correcto).

  • Nueva Delhi es una ciudad tranquila y pacífica (cierto).

  • Vasant Vihar es un barrio tranquilo y pacífico (sin duda).

  • Este tipo de robos son inexistentes en la India (lo sabemos, pero qué mala suerte que nos ha tocado).

  • Es imposible que anoche hubiera un robo delante del hotel, porque el comisario en persona y varios de sus hombres estaban apostados con el coche patrulla a 50 metros de la puerta, como suelen hacer casi a diario (dooop!).


Este último argumento es sin duda el más contundente y difícilmente admite réplica. El comisario nos informa (siempre paciente y amable) de que no puede atestiguar nuestra versión, y que simplemente va a hacer constar que hemos perdido la cámara. Cautivos y desarmados, flagrantemente desenmascarados, sabemos que la situación ha cambiado radicalmente. Ahora ya no se trata de que nos crean. Se trata de ver cuántas rupias nos va a costar que nos crean.


Por supuesto que ofrecerle dinero a un policía indio para que en una denuncia aparezca que tu cámara ha sido robada por la fuerza y no perdida, o para pasar por alto que acabas de atropellar a un mendigo y lo has dejado moribundo en mitad de la calzada, es algo tan habitual como sobornar al funcionario de turno para que se acelere la tramitación de tu expediente o hacer la declaración de impuestos oficial junto con el pago en especie dirigido al inspector de Hacienda. El dinero es el mejor lubricante para hacer que funcione (a favor del que lo tiene, claro) la perezosa y colosal maquinaria burocrática india.


El comisario nos pregunta si estamos de acuerdo con lo que va a hacer constar en la denuncia (cámara extraviada, ergo no cubierta por el seguro). Obviamente no lo estamos. Aquí siguen unos minutos un tanto incómodos y de conversación confusa. Él está esperando que hagamos nuestra oferta. Nosotros no acabamos de lanzarnos. Nos pregunta unas tres veces si estamos seguros de que queremos que aparezca la palabra “pérdida” en la denuncia. Las tres veces le contestamos que no. Él está alargando la conversación, completamente abierto a la puja que queramos ofrecer, esperándola tal vez con una mezcla de curiosidad y avidez (incluso nos ha preguntado cuánto valía la cámara, sin duda para calcular la tarifa correspondiente); remolonea en la silla, dice algo intrascendente a sus subordinados, el muy pillo nos está dejando unos segundos de diálogo para que preparemos un plan de emergencia. La situación es ahora cómica, no puedo evitar reírme. Nos planteamos contarle abiertamente la verdad y ofrecerle el dinero, aunque no sabemos cuánto será lo indicado (¿2.000 rupias, 3.000?). Al final, lamentablemente, nos falta arrojo. Nos pregunta por enésima vez si estamos de acuerdo con el enunciado de la denuncia. Nos encogemos de hombros y esbozamos una media sonrisa como respuesta. Él desiste, y ordena finalmente a uno de los policías que formalice la denuncia. Se levanta, nos da la mano y acaba la conversación. Adiós póliza.


Hay que decir que toda la escena estuvo presidida por un cartel colgado en la pared con el siguiente lema: “Want to be trusted? Tell the truth” (¿Quiere ser creído? Diga la verdad). Qué sagaces, estos indios. Maldita sabiduría oriental.


viernes, junio 04, 2004

La caló

Hase musha caló. Pero musha, musha. ¡Mushísima caló! Mayo y julio son los meses en los que el verano indio alcanza su máximo apogeo. Por el día las temperaturas llegan a topes de entre 42 y 45 grados (según el periódico, que como es bien sabido, siempre rebaja unos cuantos grados la apreciación atmosférica del ciudadano medio). Desgraciadamente, la noche no supone mucho alivio, salvo en los contados días en los que llueve o sopla un viento relativamente refrescante, porque las mínimas nocturnas no bajan de 27 o 28 grados. Afortunadamente, además de siete ventiladores colgados en los techos, que apenas cumplen la misión de remover el ígneo ambiente, tenemos en la casa tres aparatos de aire acondicionado, uno en el salón y uno en cada uno de los dos dormitorios. A falta de televisor, el AC es el rey de la casa.

Nuestro piso es especialmente sofocante. Al ser un ático, recibe el azote solar de continuo todo el día, desde por la mañana hasta que se quita el sol. Se han registrado temperaturas de hasta 38 grados en el salón. La terraza es intransitable antes de las 8 de la tarde. Igual que la leyenda de que es posible freír unos huevos sobre el pavimento de Écija en el mes de agosto, estoy seguro de que aquí pones una sartén en el suelo y te cocinas sin ningún problema tus samosas o tus pakoras. Recuerdo el día en que cometí la imprudencia de colocar al sol un termómetro electrónico a las 4 de la tarde, sólo por satisfacer la cándida curiosidad de ver cuántos grados podía llegar a marcar. Cuando fui a recoger el termómetro, la pantalla de cristal líquido se había ennegrecido por completo. Después de un par de minutos frotando la pantalla para intentar devolver a la vida al pobre aparato, apareció el escalofriante registro: 58 grados. Luego deposité al desdichado termómetro unas horas en la nevera, como disculpa por tan cruel maltrato.

Ni siquiera la ducha supone un gran alivio, porque el agua teóricamente fría sale hirviendo (no me quiero imaginar a qué temperatura estará la tubería, todo el día expuesta al sol abrasador). Suerte que para compensar un poco, el agua caliente sale templada, porque se caldea con un calentador y es agua que llega del depósito de dicho calentador, no de las tuberías radioactivas de fuera, y teniendo el calentador apagado, sale un poco más fresca. Nuestro consumo de agua potable es ingente: hay noches en las que he llegado a beber un litro de agua, o tres durante el día. Compramos el agua en cajas de nueve botellas de dos litros cada una, que siempre se quedan cortas (los 18 litros suelen durar menos de una semana), por lo que nos disponemos a alquilar un expendedor de agua en el que se injertan bidones de 20 litros, que además serán tremendamente práctico cuando vengan visitas. Así también contribuimos a la protección medioambiental (concepto desconocido en la India) evitando el consumo masivo de botellas de plástico. Por cierto, visitantes: venid sin miedo a la canícula; en agosto la cosa será mucho más llevadera.

Ya la última. No sé si como consecuencia de las asfixiantes temperaturas (sospecho que alguna relación puede haber), pero definitivamente un fenómeno biológico ha tenido lugar en nosotros: nos ha cambiado el olor corporal. Ahora olemos como los indios. O mejor dicho, olemos a indios. Ese olor que tanto me impresionó al llegar, está ahora incrustado en mi piel como un tatuaje no destinado a ser percibido por el ojo, sino a ser rastreado por la nariz. Después de la ducha apenas dura cinco minutos el alivio. Enseguida vuelve a estar ahí. Huelo a humo, a jazmín, a vaca, a incienso, a especies, a contaminación, a mango. Huelo como el Mahatma Ghandi. Por lo menos.