The Delhi experience

jueves, mayo 27, 2004

Varanasi

Varanasi, antes Benarés (en los últimos años hay una moda de devolver a ciertas ciudades indias sus nombres originales, que normalmente habían sido alterados por los ingleses: Bombay es ahora Mumbai, Madrás es Chennai), existe por y para el Ganges, el río sagrado. Es una de las ciudades más antiguas del mundo (según leo en la inefable Lonli Planet). Seguramente se originó a partir de una gota de sangre del dios Shiva que salpicó junto al Ganges mientras entablaba un combate de varios siglos de duración contra las Fuerzas del Mal, o algo por el estilo. Aquí las ciudades históricas no fueron fundadas por los visigodos, los celtas o los romanos (por sus equivalente orientales, vaya), sino que tienen siempre un origen épico-legendario.

Según la creencia hinduista, morir en esta ciudad equivale a la liberación del alma, que escapa así del ciclo eterno de reencarnaciones (el samsâra). Por eso hay muchos fieles que vienen a pasar aquí sus últimos días. Las ceremonias rituales en Varanasi se convierten en celebraciones donde se canta y se jalea el alma del muerto. Nada que ver con el pésame y el dolor occidental: la muerte junto al río sagrado se considera una liberación, y como tal se festeja. A los que no tienen tiempo o medios para pasar allí sus últimos días, les vale con que les incineren a las orillas del Ganges y arrojen sus cenizas al río. A algunos que no tienen dinero para pagar la cremación (la madera cuesta una pasta), se les echa incluso de cuerpo presente al río. No es difícil ver algún fiambre flotando sobre sus contaminadas aguas. Porque el Ganges será todo lo sagrado que se quiera, pero a su paso por Varanasi se transforma en auténtica cloaca, precisamente porque al ser considerado una fuente de pureza, los indios lo utilizan sin miedo a corromperlo desde desagüe de la ciudad hasta lavandería, pasando por receptáculo de cadáveres.

Al margen de esto, es una ciudad que verdaderamente impresiona. Impresionan sus construcciones con siglos de antigüedad, sus templos, palacios, escalinatas (ghats, donde los peregrinos hacen sus abluciones en el Ganges). Planea efectivamente un sentimiento místico sobre la ciudad, desgraciadamente pervertido por el negocio generado alrededor de los turistas: muchas veces da la sensación de estar en una especie de gran parque temático religioso-pintoresco, y es difícil pasear más de cinco minutos sin padecer el acoso de los vendedores locales (de postales, collares, flores, estatuillas, camisetas, mapas, pósters...), o de quien te quiere hacer un masaje, llevarte a su tienda o a escuchar un concierto de tabla y sitar. Con todo, una visita altamente recomendable.

Para quien esté interesado: fotos de Varanasi en http://photos.yahoo.com/charliter

En el tren

Aprovechando el primer fin de semana largo de nuestra estancia (el lunes 26 de enero fue el Día de la República, fiesta en todo el país), nos vamos con Silvia y Dani (el informático de la Oficina Comercial y su novia) a Varanasi o Benarés, lanzadísimos apenas dos semanas después de aterrizar en la India. Cogemos el tren en la estación central de Delhi el viernes a las 18:30; 13 horas después llegaremos a nuestro destino, la primera de las siete ciudades santas de la India, donde los peregrinos acuden con la esperanza de morir junto al Ganges y de este modo escapar del ciclo de reencarnaciones.

Viajamos en Sleeper de segunda clase, ya que el billete es un tercio del precio en primera (ir y volver a Varanasi –780 kilómetros desde Delhi- nos cuesta 625 rupias por cabeza, unos 11 euros), y la única diferencia parece ser que aquí el vagón es corrido, mientras que en primera son compartimentos cerrados (en tercera la gente viaja sentada en el suelo). Desmontemos un tópico: el tren no funciona arrastrado con una locomotora de vapor, ni va atiborrado con cuatro personas por metro cuadrado y gente subida en el techo. En realidad, esas escenas se ven sólo esporádicamente, normalmente en áreas superpobladas, como Bombay, Calcuta y alrededores.

La infraestructura ferroviaria de la India es bastante impresionante: es la segunda mayor del mundo por número de kilómetros, y la Indian Railways es la empresa con más trabajadores en todo el mundo, cerca de 2 millones de empleados. La red ferroviaria es una de las cosas buenas que dejaron los ingleses en el país (aunque los trenes son generalmente lentos y de horarios a menudo impredecibles), como el gusto por tomar té, algunas muestras de arquitectura victoriana, el uso del inglés, la democracia, aunque también dejaron algunas secuelas nefastas, como la manía de circular por la izquierda con el volante a la derecha, o los ingobernables periódicos de 16 hojas y páginas de un metro cuadrado.

Encontrar tu plaza en el tren suele ser una odisea: en el billete no aparece, con lo que hay que buscarla en unas listas que se colocan a la entrada del propio tren, unos 15 minutos antes de la hora de partida. La gente tiene la simpática costumbre de arrancar esta lista y tirarla al suelo una vez escrutada, con lo que es difícil leer nada en ella. La mejor alternativa es buscar a un revisor (cosa no siempre sencilla cuando la longitud media de los andenes es de 300 metros, y la densidad en que éstos están ocupados de 3 personas por metro cuadrado) para que mire en otra lista que lleva (que afortunadamente nadie le ha arrancado) cuál es tu plaza. Una vez consigues esta información, sólo queda volver a recorrer el andén para localizar tu vagón y dentro de éste tu litera, que casi seguro estará ocupada por algún viajero demasiado perezoso para buscar su asiento, a quien tendrás que dedicar otro tanto de energía para convencerle de que desaloje tu plaza. Una vez superados todos estos escollos, puede uno sentarse y por fin respirar a la espera de que se ponga en marcha el convoy.

Rápidamente nos convertimos en una de las atracciones del vagón. La casualidad ha deparado juntarnos con un excampeón de lucha libre que viaja con dos acompañantes más jóvenes, uno de los cuales va a Varanasi para casarse (enero y febrero es la temporada alta de las bodas en la India). Los indios son increíblemente curiosos, por lo menos con todo lo que tenga que ver con los extranjeros, y su discreción es nula. Nuestros tres acompañantes, más otra gente que se acerca atraída por el revuelo, nos examinan como si fuésemos auténticos seres extraplanetarios, mirándonos tal cual estuvieran contemplando un documental de National Geographic sobre las fascinantes costumbres del hombre occidental; no se pierden detalle viéndonos jugar a las cartas, qué comemos, qué móviles usamos, intentado averiguar de qué hablamos. Por supuesto, lo que más les atrae son las dos pichurris.

Un tren indio es más entretenido que el tren de los hermanos Marx. La gente habla por los codos, canta, cena, come, desayuna, comparte su comida o su lectura, te pregunta, te interroga, te mira incansablemente... Continuamente pasan vendedores de comida, aperitivos, café, té. Sólo hay unas pocas horas de calma, entre la medianoche y las 5 o 6 de la madrugada, momento en que vuelven a la carga los vendedores de té, despertándote al grito de “Chai, chai” con su voz rasposa que recuerda a la de E.T. (“mi caaasa, teléeeeefono”). Sin duda, infinitamente más ameno que un viaje en Talgo.

Los puntos sobre las íes

- A ver un momento. No confundamos las cosas. No sé si hasta la fecha en estas pequeñas crónicas he dado la impresión de que la India es un sitio poco recomendable para vivir.
- Pues sí, esa es la impresión que usted ha dado a menudo: que si la gente es vaga o insensible, que si nada funciona bien, que si todo es un desastre...
- De acuerdo, esto no es Suiza. Ni siquiera es Teruel. Aquí hay que renunciar a muchas cosas a las que estamos acostumbrados. Pero a cambio estamos recibiendo tantas otras cosas maravillosas.
- Ponga un ejemplo
- Los hay a patadas: el puesto de frutas que tenemos en el mercado al lado de casa, sin ir más lejos. Es una gozada el surtido de productos que exhibe: bananas, mangos, papayas, piñas, sandías, melones, chikoos, granadas...
- También hay esas frutas en España.
- No digo que no, pero no pagará usted un precio irrisorio por ellas, ni las tendrá disponibles prácticamente todo el año, ni le atenderán siempre con una sonrisa de oreja a oreja. Y hablando de frutas, ¿qué me dice de los zumos?
- ¿Zumos? ¿Se refiere al tetra brik?
- ¡¡Ja, ja!! ¡¡El tetra brik!! Qué ingenuo es usted, caballerete. Sepa que en la India encontrará miles de puestos de zumos por las calles, donde en un santiamén le prepararán un exquisito extracto de la fruta que usted elija para refrescar el cuerpo.
- ¡Caramba!
- Sí, caramba. ¿Se va usted dando cuenta? Déjeme que le hable de la comida. Es algo exquisito. Verduras, currys, arroces, panes, legumbres, dulces... Todo es tan sabroso, tan sencillo pero a la vez tan suculento, con esos maravillosos toques de especias que utilizan para cualquier plato...
- Un momento: pero no hay carne ni pescado.
- Lo admito, mi furibundo amigo. Cierto que no se puede comer carne de vaca y que el pescado es difícil de encontrar lejos del mar. Pero hay pollo y cordero, y el pescado se puede encontrar si se sabe cuándo y cómo buscarlo. Aún así, le aseguro que no se echan tan de menos como usted se imagina, tan rica y variada es aquí la oferta gastronómica.
- No sé, no sé...
- Aahh, me parece que usted muestra el clásico recelo de los acomodados. Debería darse una vuelta por la India. Esto es un festival para los sentidos: está lleno de sabores, de olores, de colores.
- ¿A qué sabe?
- Ya le digo: a especies, a metai (dulces tradicionales de la India, le aclaro antes de que me pregunte), a frutas, a lassi (un yogur líquido que se toma dulce o salado), a té.
- ¿Y a qué huele?
- A inciensos; a tierra en el interior y a sal en la costa; a flores; a bidis (unos cigarritos que fuma la gente humilde), a los puestos de comida por la calle.
- ¿Pero también hay mal olor en cualquier lado, no?
- Ay, sí, huele mal muchas veces. Su resistencia merece que le responda con un tópico tantas veces usado: la India es el país de contrastes por excelencia.
- ¿Y de qué color dice que es?
- Del color de los saris de las mujeres, del color de las buganvillas, del color de las miles de telas y sedas de las tiendas, del color de las delicadísimas joyas que lucen en los escaparates de las joyerías, del blanco de los kurtas de los hombres en verano.
- Pues sí que lo pinta usted distinto. Reconozco que mi idea de la India estaba más cerca de un país atrasado y miserable.
- De usted y de tanta gente. ¿Con qué identifican a la India? Vacas escuálidas por la calle, el sistema de castas, la superpoblación, la miseria, el hambre. Sí, todo eso existe, pero lo milagroso de este país es que funcione y vaya para adelante a pesar de todas esas lacras.
- ¿Y cómo es eso posible?
- Creo que es gracias a su gente. La gente es humilde, amable, servicial. Sus vidas son sencillas, no tienen muchas posesiones, ni aspiran a tenerlas. No son avariciosos ni posesivos ni competitivos como los occidentales.
- ¿No está hablando de resignación?
- Sólo un occidental puede pensar que una persona humilde es una persona resignada. Los indios se contentan con lo que tienen y son felices (o al menos no son infelices) porque no aspiran a tener más. Si llegan a conocer el sentimiento de la frustración por no poseer más será porque los occidentales les hemos contaminado con nuestros “ideales”.
- Tal vez tenga usted razón.
- No sé si la tengo, pero es así como pienso. Aquí puede uno caminar frente a un poblado de chabolas y verá la vida en marcha: niños jugando, hombres trabajando, mujeres lavando... Es asombroso, es la India.

El tráfico

El caos circulatorio de Delhi se rige por un orden estrictamente jerárquico. Cuanto más voluminoso el vehículo, mayor prioridad de paso, y viceversa, cuanto más pequeño, insignificante o ligero, más vivos deben estar los conductores para ir dejando vía libre a los grandes. Así que como si las calles fueran un ecosistema oceánico, mandan los ballenatos (autobuses y camiones), siguen los leones marinos (camionetas, todoterrenos), luego toda la gama intermedia de pescados (desde coches hasta rickshaws), después las sardinillas (motos y bicicletas) y en el último escalón está el plancton peatonal que sirve de alimento a todos los anteriores.

Obvia decir que la educación vial es nula. Los conductores en Delhi circulan a base de ganar metros a los vehículos que tengan cerca: no se trata de ir del punto A al punto B de la forma más cómoda, lógica o rápida posible; más bien da la sensación de que el objetivo es superar al máximo número posible de competidores entre A y B, disputándoles cada metro de asfalto al estilo de una salida de un Gran Premio de F1.

El uso del claxon al circular es continuo. La Castellana es un remanso de paz al lado de cualquier calle de Delhi en hora punta. El sentido auditivo es imprescindible para los conductores, que le dan a la bocina con una insistencia machacona, tal vez para reemplazar la casi total ausencia de semáforos y guardias de tráfico. Aún así, los osados compatriotas que se han comprado una moto y circulan por la ciudad al estilo de Han Solo conduciendo su Halcón Milenario entre campos de asteroides, dicen que es muy útil que les piten, porque así se sabe de donde viene el peligro.

Nosotros no nos hemos comprado moto, claro, somos demasiado caguetas o prudentes para ello. Nuestro modo de locomoción habitual para distancias largas es el ricksahw, esa especie de alcachofa motorizada conducida por un aspirante a kamikaze. En Delhi los hay a patadas, y seguramente sea la forma más cómoda de desplazarse, ya que son baratos, rápidos y fácilmente localizables. A cambio de estas ventajas, a menudo se pasa un mal rato a bordo. La sensación de montar en un rickie es parecida a la de montar en los autos de choque de las ferias, con la salvedad de que generalmente el conductor evita el impacto en el último instante con alguna filigrana salvadora. Muchos conductores tienen un pequeño altar delante del manillar con que manejan el cacharro donde llevan coloridas imágenes de algunos dioses del variado repertorio hindú. Antes de arrancar, a veces dedican un pequeño rezo a sus respectivos protectores; en esos casos, es aconsejable que el pasajero empiece también a rezar lo que sepa.

Pero lo más asombroso de todo es que, aún con miles de vehículos moviéndose en estas condiciones, apenas hay percances circulatorios. Los conductores indios tienen una prodigiosa capacidad para calcular con precisión de milímetros la velocidad, los espacios y la distancia, con lo que consiguen continuamente evitar trastazos que parecen irremediables. Por supuesto que también influye el hecho de que la velocidad media es muy baja (dada la congestión circulatoria), pero no deja de ser pasmoso salir siempre ileso del maremágnum vial. Es uno más de los milagros de la India: sólo aquí es posible que las cosas funcionen con aparente normalidad en un entorno caótico.

Casa nueva

Nuestra búsqueda de casa duró exactamente tres días: fue el tiempo suficiente para decidir: a) que lo mejor era buscar una vivienda lo más cercana posible a la Oficina Comercial; b) que no queríamos aguantar ni un minuto más del necesario a los plastas de los agentes; c) que no queríamos que nos enseñaran más cuchitriles; y d) que ya habíamos visto la casa de nuestros sueños. Desarrollo a continuación:

a) No es plan vivir lejos de la oficina, porque el traslado diario puede convertirse en una tortura cotidiana. Las distancias aquí son tan brutales que vivir lejos del trabajo obliga a tragar humos y atascos a mansalva, pelear a diario con los estafadores de los rickshaws o comprar una moto y arriesgarse a ser aplastado en cualquier cruce por una vaca o un autobús. Así que aunque los caseros del barrio se aprovechan todo lo que pueden de que estemos en un área residencial para guiris y cobren unos alquileres de escándalo para la India, decidimos que compensaba quedarnos aquí. Nuestros caseros, por cierto, viven en el piso de abajo. Son una pareja de viejos de nombre Madar (él) y Shubh (ella), él con pinta de Herman Monster, medio sordo, agarrado y rata mordaz con el dinero, pero simpático cuando no hay rupias de por medio; ella con pinta de bruja de Salem, coja, gritona, aunque más agradable en general que el marido. Como el alquiler se lo pagamos en metálico, los primeros días de cada mes solemos subir y bajar la escalera de puntillas para que no nos oigan, rememorando la típica escena de comedia británica tipo “Los Ropper”.

b) En tres días se pusieron a trabajar para nosotros siete u ocho agentes inmobiliarios. A algunos les llamamos personalmente porque ya los conocían en la oficina, pero otros se pusieron espontáneamente a nuestro servicio sin haberles contactado antes (misterios del lejano Oriente). Con alguna honrosa excepción, unos pesados que nos hicieron perder bastante tiempo con su peloteo y su nula atención a nuestras demandas: les dices que tu presupuesto es YY.000 rupias y te enseñan pisos de YY.000 x 2 rupias. Les dices que quieres ver pisos con unas mínimas garantías de calidad y te llevan a un barrio proletario con unas casas donde el polvo no te deja ver dónde pones los pies. Al final prescindimos de todos y negociamos directamente con Madar Monster, porque así nos ahorramos el medio mes de comisión que se lleva el agente. ¿O qué se habían creído, que nosotros sólo estamos para que nos extraiga todo el mundo pasta y no sabemos de estas triquiñuelas? ¡Como si no hubiéramos estudiado el Lazarillo de Tormes en el colegio!

c y d) Nuestra casa nos encantó desde el momento en que la vimos. Sobre todo después de los horrores que nos enseñaron los agentes. La verdad es que difícilmente tendremos otra casa tan hermosa como esta: luminosa, espaciosa, ¡limpia! y a cinco minutos andando de la oficina. Tiene dos habitaciones y tres baños: es fabuloso poder decidir si vas a hacer tus necesidades en el ala este, oeste o norte de la casa, por no hablar del alivio que supone saber que siempre tendrás un retrete a mano en caso de que tu intestino sucumba a las escasas condiciones sanitarias y ecológicas del entorno. Todas las habitaciones y el salón tienen timbre para llamar al servicio... sencillamente impresionante. Y también tienen todas ventilador en el techo, de esos de aspas de casa colonial. La terraza tiene 40 metros cuadrados, incluida una barra que parece importada de un chiringuito de playa caribeña, construida con sus propias manos por el franchute que vivía antes aquí (el hombre debió decidir que no podía vivir sin una barra de bar en su terraza). Lo malo es que ya sólo se puede salir por la noche, porque durante el día recibe sol de pleno desde la mañana hasta el ocaso, y poner un pie fuera significa exponerse a la desintegración y acabar como esas siluetas en el suelo de Hiroshima y Nagasaki. ¡Ah! El cuarto de invitados todavía está sin estrenar... A ver quién se anima.

La paciencia

La India podrá ser la tierra del misticismo y la búsqueda espiritual, pero sin duda el sentimiento que más se desarrolla aquí es la paciencia. Aquí todo funciona a trancas y barrancas, como si estuviéramos en la España de hace 40 años. Que cualquier cosa funcione con normalidad siempre es cuestión de suerte, si no de milagro. Uno puede experimentar el frustrante sentimiento de que se le ha pasado el día de manera improductiva, que no le ha cundido nada, pero claro, para hacer un cierto número de actividades a las que estamos acostumbrados en España el día tendría que durar como mínimo 48 horas, porque si no, como que no da tiempo. No es de extrañar que la India sea el país con menor número de muertes por ataque cardiaco: entre los niveles de colesterol nulos y la pachorra nacional, un indio tiene las mismas probabilidades de sufrir un infarto que una familia madrileña de pasar un agradable día en la carretera de Valencia a la vuelta de las vacaciones de Semana Santa.

La lucha cotidiana contra los elementos tendría que ser convalidada con un Master en Paciencia por la Universidad del Santo Job, por lo menos. En los rickshaws tienes a menudo la sensación de que has tenido la mala suerte de ir a montarte en uno que va a morir en la siguiente cuesta, o que en cualquier momento se va a quedar sin gasolina. Los cortes de luz son tantos (sobre todo en verano, cuando todo el que puede enciende el aire acondicionado) que no es descabellada la idea de comprar unos cascos de minero con lámpara frontal incorporada, para cualquier emergencia. El tiempo que hay que invertir en una llamada de teléfono es el triple del normal, entre las interferencias de la línea, los problemas de entendimiento y lo que se tarda en localizar a la persona con quien quieres hablar. Si vienen los operarios a llevarse de tu casa el aparato de aire acondicionado y vuelven a marcharse alegando que se han olvidado la carretilla (o cualquier tontería por el estilo) y dicen que volverán en quince minutos, puedes estar seguro de que no aparecerán antes de tres o cuatro días. Y si vas a recoger un mueble que tenías encargado hace semanas, lo más probable es que te digan que todavía no está listo y que vuelvas la semana que viene. Sin más explicaciones. Vaya usted a pedir el libro de reclamaciones, vaya.

Hasta para sacar un billete de tren es necesario hacer primero una cola donde te dan un formulario que tienes que rellenar con todo tipo de detalles personales (nombre, edad, sexo, dirección, número de pasaporte, origen y destino del viaje), y luego ponerte en otra cola para la ventanilla donde se vende el billete. Por si no fuera suficiente con los estándares de calidad media-baja con que funciona todo, el monstruo burocrático que se agazapa tras cualquier actividad que tenga que ver con la Administración pública entorpece y ralentiza aún más cualquier trámite.

Por cierto, los indios se comportan como auténticos cafres cuando tienen que guardar una cola. Aparentemente mantienen cierto orden y se ponen en fila (india, claro) esperando su turno, pero en cualquier momento se abalanzarán hacia la ventanilla como posesos ultrasures espoleados por un gol de Zizú, y si estás un poco despistado te arrollarán sin la menor compasión. Qué impacientes, de verdad.

El regateo

Para circular por la India en general y Nueva Delhi en particular, es recomendable ir armado de ciertas habilidades que se convierten en imprescindibles para salir medianamente bien parado de cualquier eventualidad, como son la paciencia, el sentido de la orientación, la espontaneidad, la habilidad para improvisar o las tragaderas necesarias para ver todo lo que se ve por aquí. Pero una práctica a la que los occidentales no estamos acostumbrados y que rápidamente hay que aprender a desplegar es la del regateo.

Aquí la regla es que todo el mundo va a intentar aprovecharse de los rostros pálidos. Y aprovecharse no significa que los precios para los occidentales aumenten un poco, sino que se pueden multiplicar por dos, por tres o por más. Muchos productos traen una etiqueta donde viene el precio “oficial” (establecido por el gobierno) al que se puede vender dicho producto (el MRP, Maximun Retail Price), y más caro que eso no pueden cobrar. Pero el problema surge en aquellos bienes o servicios en los que el MRP no está fijado. Entonces hay que negociar el precio, y tienen lugar escenas como la siguiente:

Charliter: ¿Cuánto por este jersey?
Comerciante: 350
Charliter: ¿¿¿Quééé????¿¿¿350??? (en el regateo es válido sobreactuar cual actor de Bollywood, exagerando el papel de cliente indignado ante la magnitud de la estafa). Te doy 230.
Comerciante: No, no.
Charliter: ¿No? Vale. (en este punto deposito el jersey sobre una silla y sigo mirando por la tienda, aparentando indiferencia por el jersey, que por cierto, deja bolitas sobre la camiseta cuando me lo pruebo; le hago notar al tendero que la prenda es de mala calidad y que no puedo pagar tanto por ella, y el muy ladino se ríe pero no cede en el precio. En realidad, estoy desplegando toda esta farsa para ganar tiempo mientras calculo mi siguiente puja. Insisto medio minuto después).
Charliter: Oquei, 300. (aquí ya sé que me va a decir que sí, y más o menos era la rebaja que pretendía conseguir. Primero le metes lo de las 230 por ver si cuela).
Comerciante: oquei.

Trato cerrado. Lo normal es que las dos partes cedan un poco y que el precio final no sea tan alto como el que te piden inicialmente, ni tan bajo como el que ofreces (hay que saber calcular cuánto es justo ofrecer, porque tampoco está bien visto que se ofrezca un precio miserable, el nativo se puede ofender y se acaba la operación). Al principio es normal que te timen bastantes veces, pero después de las dos primeras semanas ya tienes una idea bastante aproximada de lo que cuestan las cosas y es más difícil que te estafen, además de que vas desarrollando la habilidad regateadora hasta convertirte en un Maradona de la rupia. El viejo truco de ofrecer un precio y darte media vuelta si no lo aceptan suele funcionar; cuando el nativo ve que de verdad te vas, entonces te llama y empieza a ceder total o parcialmente en sus demandas. Los indios están dispuestos a cualquier cosa con tal de venderte algo.

Los más cucos son los taxistas y los conductores de rickshaws. El jersey puedes al final comprarlo o no, pero el desplazamiento motorizado es imprescindible en esta ciudad de distancias inabarcables para las piernas, por lo que a la fuerza tienes que recurrir a ellos, y se aprovechan todo lo que pueden. A los conductores de rickies a veces incluso se les escapa la risa cuando te dicen un precio desorbitado para la carrera (si cuela, cuela). En los taxis puedes negociar el precio antes de montar o que pongan el taxímetro (normalmente trucado) si no estás de acuerdo con lo que piden. Los muy ladinos lo llevan siempre tapado con un trapo o una toalla, y al final del trayecto lo levantan y oh sorpresa!! marca la cantidad que pedían y que te había parecido excesiva.

Incluso cuando compras algo pagando la tercera parte de lo que te pedían inicialmente tras un extenuante cuarto de hora de regateo, te queda siempre la mosqueante sensación de que lo podrías haber sacado más barato. Espero que si conseguimos aprender al menos unas nociones básicas de hindi, tal vez sea menos fácil que nos tomen el pelo. Aún así, con la maestría que vamos a adquirir aquí en el arte del regateo, que tiemblen los comerciantes locales cuando volvamos a España. ¿O en España no se regateaba? Qué pena, con lo divertido que es.

En fin, en esta lucha continua al final la alternativa es ahorrar unas rupias o ahorrar energías, y casi compensa más la segunda que la primera. Además, no deja de resultar mezquino ponerse a discutir por unas rupias cuando todo cuesta un tercio o una cuarta parte de lo que estamos acostumbrados en España, y cuando sabes que la otra persona subsiste cada mes con lo que tú te puedes gastar en una visita a la FNAC, por ejemplo, o puede que con menos. Así que cuanto más tiempo pasamos aquí, menos insistimos en el regateo (sólo procuramos que no se nos cargue con tarifas abusivas). Aunque suene tonto, así redistribuimos un poco nuestra fortuna.

La pobreza

Es duro convivir con la miseria. La India –cito a vuelapluma- tiene 400 millones de pobres, osease, para hacernos una idea, diez veces la población de España vive en la miseria. Porque aquí un pobre no es alguien a quien le cuesta llegar a fin de mes, sino alguien que vive en la calle o en una chabola y cuya vida consiste generalmente en encontrar una forma de subsistir hasta el día siguiente.

Citando otra vez explicación místico-teológica-sociológica extraída del libro de marras:


La evolución espiritual es totalmente personal. Cada persona, al crear su propio karma, sufre o goza de las consecuencias de sus acciones. No se puede, por tanto, interferir en el destino de las otras personas. [...] Esto hace al hindú en parte indiferente hacia los padecimientos del prójimo. Si un hindú ve a alguien sufrir, considera que ese alguien se ha merecido tal sufrimiento con sus malas acciones anteriores. [...] Esta aceptación puede conducir a lo que en Occidente consideraríamos falta de compasión o de caridad, y también excesivo conformismo ante la vida. Tiene, sin embargo, sus puntos positivos. El hindú no es proclive a la envidia. Si una persona tiene más salud, más riqueza o mejor posición social que él, es porque se lo ha ganado con sus buenas acciones en vidas anteriores. Entre los hindúes, aunque se pueda decir otra cosa, casi no existe el odio de clases. Los pobres no culpan a los ricos por su pobreza.

Sinceramente, no sé si de verdad los hindúes creerán en este tipo de historias (si te mueres de hambre es porque en tu anterior vida fuiste muy malo), pero desde luego es una magnífica excusa para ponerse una coraza de indiferencia y blindarse para evitar la conmoción ante lo que ves alrededor. O tal vez la costumbre de verlo ha dejado sitio a la indiferencia.

Porque una de las cosas más impresionantes de este país es la convivencia con la miseria que encuentras en todas partes. En el mismo Basant Lok, el centro comercial pijín con sus tiendas de productos importados, sus cines, sus restaurantes y su cibercafé, también ves gente miserable tirada en la calle, y cada poco notas un golpecito a la altura de la rodilla y al mirar abajo te encuentras la mirada de un niño descalzo, vestido sólo con una camiseta que podría pasar por la bayeta de fregar los baños y totalmente cubierto de roña o de llagas, pidiéndote que le des algo. Y saliendo de Basant Lok, si cruzas por delante del lujoso hotel Vasant Continental y sigues la calle un par de cientos de metros, te encuentras con un poblado de chabolas instalado alrededor de un río-cloaca, con cerdos escarbando en la porquería, perros sarnosos y familias enteras metidas en una chabola de tres metros cuadrados sin luz.

Me temo que al final nosotros acabaremos blindándonos también ante estas escenas, o utilizaremos una de las manidas excusas (“Es que si le das limosna a uno, te rodean quinientos”; “Con darle una rupia a alguien no solucionas nada”) para escaquear la conciencia. O tal vez nos convirtamos al hinduismo y nos convenzamos de que la gente que vive en la miseria está pagando los pecados de sus vidas anteriores. Mientras tanto, intentamos no olvidar los versos de Vázquez Montalbán:

Inútil escrutar tan alto cielo.
Inútil cosmonauta el que no sabe
el nombre de las cosas que le ignoran,
el color del dolor que no le mata.


Inútil cosmonauta
el que contempla estrellas
para no ver las ratas.

Nuestro peculiar despertador

Todas las mañanas, entre las ocho y media y las nueve, nos despiertan unos individuos que se dedican a dar vueltas en bicicleta por las calles del barrio, voceando lo que supongo que será su reclamo comercial. No tenemos muy claro a qué se dedican, probablemente a vender algo, o tal vez van recogiendo cosas de las casas, o puede incluso que a llevarlas. Esto es el paraíso del apoltronamiento, aquí todo lo que compres te lo llevan a casa, hasta las tarjetas de recarga del móvil o las entradas de cine. Ni siquiera tienes que molestarte en sacar la basura, porque viene el basurero por las mañanas a casa y se lleva la bolsa. Según la teoría de la Indra, hay tantos millones de habitantes en este país que todos necesitan alguna ocupación, por absurda o inusual que a nosotros nos pueda parecer.

El caso es que todas las mañanas nos despierta el o los voceras de turno. Especial cariño tenemos a uno cuyo grito de guerra es algo así como “Areeeeee!”. Desde el primer día nos viene despertando Aré. Abrimos el ojo y lo primero que decimos es “Ya está aquí Aré”. Los primeros días esta frase iría seguida de algún recordatorio hacia la parentela de Aré, especialmente su madre, pero ahora ya nos hemos acostumbrado a tenerle de espontáneo despertador. Su voz suena como un cántico de saludo al día, parsimoniosa como el ritmo de sus pedaladas. Aquí todo es cogerle el gustillo a las cosas.

También por las noches, suelen despertarnos los alborotos que montan los chuchos callejeros. El barrio está lleno de perros que andan sueltos por las calles, no sabemos si tienen dueño o no, pero se pasan el día vagueando y dormitando sobre el polvo. Por la noche abandonan la pose diurna de Rantamplán y se transforman en unos seres desagradablemente ruidosos, ladra uno y contestan unos cuantos más. Y si vuelves a casa cuando ya ha oscurecido, es bastante probable que te salga al paso más de un chucho ladrando escandalosamente. Por suerte, los perros no son sagrados y se les puede espantar con una voz (o en casos extremos con una pedrada o una buena patada), porque tienen una pinta muy amenazadora pero en el fondo son unos caguetas (algo así como un Ultrasur).

En Delhi, como en infinidad de sitios en la India, la calle siempre está viva. No importa la zona ni la hora, aunque obviamente varía la vitalidad callejera en función de éstas. En nuestro residencial barrio, por ejemplo, no entra gente por las noches porque se cierran las verjas de entrada. Pero en cualquier parte de la ciudad, sabes que la vida no se detiene con la noche, sino que continúa para miles de personas o de familias para las que la calle es su medio de vida y su hogar (o, digamos, el sitio donde viven). A veces, cuando nos metemos en nuestra confortable camita por las noches y pensamos en esto, es inevitable que nos recorra un escalofrío por la espalda.

La ociosidad de los indios

La India tiene más de mil millones de habitantes. Obviamente, si todos estuvieran trabajando y haciendo algo productivo, esto sería la hiper-mega-potencia sideral. Pero claro, no es el caso. Vas por la calle y ves a montones de personas sin hacer absolutamente nada, paradas en la calle mirando las musarañas (o los halcones, que los hay en esta ciudad). O los ves ocupados en tareas aparentemente de lo más absurdas, como por ejemplo, un individuo que va en bici con una carretilla detrás transportando un bidón de plástico (cosas más raras les he visto transportar). No olvidemos que esto no es el Primer Mundo; generosamente podría calificarse como el Segundo, y aquí los procesos de organización del trabajo son altamente primitivos. Igual el tío tiene que llevar el bidón a la otra punta de Nueva Delhi y luego volver, lo cual, dadas las distancias, la congestión circulatoria de esta ciudad y la parsimonia inherente a los nativos, le puede ocupar perfectamente el día entero (puede que incluso tenga que hacer noche en algún descampado a mitad de camino y volver al día siguiente).

Explicación místico-teológica al respecto de la pachorra local (que extraigo del libro La India mágica y real, de Enrique Gallud Jardiel, regalo de mi mami): “Cuando se cree disponer de miles de vidas futuras para evolucionar, se vive más pausadamente, se puede emplear el tiempo en muchas más cosas”. Vale. Según el hinduismo, el alma atraviesa un ciclo (el samsâra) de muertes y reencarnaciones durante el cual va purificando su karma (ley de causa y efecto mediante la cual cada ser crea su propio destino a través de sus obras, pensamientos y acciones), hasta que se alcanza la liberación del alma (moksha) una vez que se han eliminado del karma todos los efectos negativos”.

Claro, muy bonito y muy místico, ¿pero luego qué pasa? Pues que llamas al fontanero porque tienes una gotera encima de tu cama que cada día se va haciendo más grande (y eso que estamos en la estación seca, habrá que ver cuando llegue el monzón y llueva todos los días), y el miserable del fontanero tarda tres meses en venir a ver la gotera, total, ¿para qué se va a dar prisa, si tiene siglos por delante para purificar su karma putrefacto y corrompido? Pues mira fontanero, una cosa te voy a decir, yo seguiré con la gotera amenazando derrumbe sobre mi cabeza, pero tú sigue así y te veo reencarnado en chinche o en mosca de la calabaza. Al tiempo.

Otra cosa divertida de los indios es que la proporción de trabajadores / ociosos es (así a ojo) como de 1/5, y cualquier trabajador va siempre acompañado de su séquito de mirones desocupados. Esto sería el paraíso de los jubilados españoles que se acodan en las obras callejeras como si estuvieran en la barrera de los toros a contemplar el sufrido esfuerzo de los albañiles, sólo que aquí extendido a cualquier actividad. Por ejemplo, un peluquero que tenga su particular salón de belleza en plena calle (los hay a montones), estará casi siempre rodeado de un semicírculo de espectadores observando sus habilidades con la tijera y el peine. Menos mal que por lo menos miran en silencio, sólo faltaba que encima metieran baza, “¡Eh Chowdri, esta patilla te la has dejado más larga que la otra!”, “Ahí le has metido un buen trasquilón” “¡Qué tío más guarro, mira como ha dejado la silla de caspa!”. Suerte que al menos suelen estar calladitos.

En cuanto nosotros los occidentales llamamos mínimamente la atención, casi siempre al preguntar el precio de algo o en el arduo y obligado proceso del regateo, nos rodea una bandada de curiosos que se acercan a meter la nariz en el deal. Lo malo es que no puedes espetarles “¿Es que no tenéis nada que hacer?”, porque te van a decir “Pues mire usted, sir: no”. Pos vale, así va la India.

El personal de la oficina

La Oficina Comercial se compone de los siguientes elementos (sin contar los becarios):


  • José Antonio, Consejero Delegado, el boss.

  • Curro, Agregado Comercial, segundo en el escalafón jerárquico. Conocido organizador de liguillas futboleras. Madridista.

  • Reena, la contable. Es la que manda cuando los anteriores están ausentes, pero tiene una pinta de buenaza incapaz de dar una orden a nadie.

  • Pradeep, el hombre para todo. Resuelve cualquier duda, tenga o no que ver con los asuntos de la oficina.

  • Swati y Lavanya, las dos administrativas locales. Encantadoras.

  • Mr. Shore, el chofer.

  • Kumar, encargado de la intendencia y la “limpieza”.

  • P.D. (abreviatura de Prawanistam Divajani, o algo por el estilo), sesteador y fotocopiador. Posee la habilidad de dormirse en cualquier rincón y de no hacer nunca lo que se le pide. Considerado el elemento exótico-tropical de la oficina.

  • Los dos guardas de la entrada, Vayar y el otro aún no sé su nombre.



De momento están de baja por maternidad (por si faltara gente en este país) Surabhi, analista de mercado, y Rachana, administrativa.

La comunicación con los nativos

Con la cosa del idioma, la India sería el paraíso para los españoles que han estudiado inglés en cualquiera de nuestras academias de idiomas patrias. Aquí, si quieres que te entiendan lo mejor es hablar espanglish puro y duro. Olvidarse de pronunciaciones impecables (nada de desencajarse la mandíbula intentando imitar el acento de Hugh Grant), utilizar el vocabulario más básico, destrozar las reglas gramaticales y poner acento de Carabanchel. Con esas pautas y haciendo cierto uso de la mímica (gesticulando con manos y cara), más o menos se puede hacer entender uno por los indígenas sin grandes problemas.

Otra cosa es entenderles a ellos, que tiene su tela. El oído tarda un tiempo en acostumbrarse a su inglés tintineante y saltarín, a su peculiar pronunciación ("w" germánica en lugar de sajona, o "ere" en lugar de "erre", por ejemplo) y al destrozo gramatical (al formular una pregunta, nada de poner el verbo delante del pronombre, como es académicamente correcto). Por suerte, este inglés está más cerca de nuestro espanglish que de la ortodoxia de Oxford, así que entenderlo por completo es sólo cuestión de acomodar un poco el oído. De todas formas, al llegar aquí es cuando me arrepiento de no haberme apuntado a algún curso de Opening para perfeccionamiento del espanglish.

Y claro, no todo el mundo habla inglés, sólo la gente medianamente instruida, y entre los que lo hablan, no todo el mundo lo hace de forma inteligible. No hay mejor ejercicio para ejercitar la paciencia (de la que hablaré otro día) que regatear con un vendedor que no hable inglés: hazle entender a un vendedor callejero de alfombras que quieres una pieza de esparto de dos metros por uno (aquí no tienen muy claro cuánto es un metro, hay que hablar en pies o en pulgadas), con bandas de colores, con borde en color blanco, que no sea fina para que no se desintegre a las dos pisadas, y aparte otras dos más pequeñas (un metro por medio metro) pero lisas y con el borde no blanco sino marfileño, y todo ello que esté listo para el martes. Ejjjj que lo flipas. Llega el martes y el tipo te puede haber traído una maravillosa estatuilla polícroma con la efigie de sus antepasados, por ejemplo.

Otra cosa de lo más chocante hasta que te acostumbras es la forma que tienen los indios de asentir. En vez de mover la cabeza con nuestro movimiento de arriba-abajo, la mueven hacia los lados, pero no de la forma semicircular en que nosotros negamos, sino haciendo un movimiento de acercar las orejas hacia los hombros, como una especie de péndulo invertido. Como los indios son pura flexibilidad, a ellos les queda un meneo de lo más gracioso y pintoresco, pero sitúese uno delante de un espejo e intente imitar el gesto, y le parecerá estar viendo a Pinocho en pleno Saturday Night Fever.

Por no hablar de los problemas de entendimiento que al principio provoca el meneíto de marras. Por ejemplo, paras un rickshaw y le dices al chófer que quieres ir a tal sitio y le preguntas cuánto te va a cobrar. El tío te dice que 40 rupias, y si te parece mucho (que casi siempre será mucho), le haces una contraoferta por 30. El tipo se lo piensa un poco y luego ves como que niega con la cabeza, y tú como que dices "¿Qué no te interesa? Pues ahí te quedas, será por rickshaws...", y empiezas a buscar otro transportista, y entonces el pobre chófer, desesperado viendo que va a perder las 30 rupias que normalmente tardaría un día entero en ganar con sus clientes locales, vuelve a agitar la cabeza con más intensidad todavía, y tú "Que vale cara mono, que ya me he enterado, ya voy a buscar a otro", y hasta que no dice "Oquei, oquei" o "Come, come" no te das cuenta que el pobre hombre te estaba diciendo que sí desde hacía media hora, y acabas subiendo al auto con el rabo entre las piernas.

En fin, nos hemos hecho el propósito de estudiar hindi, a ver si somos capaces de tender así algún puente a la comunicación. Muchos indios que no hablan inglés se te quedan mirando cuando les dices algo en el idioma imperial con una cara de niño pequeño a punto de echarse a llorar, con una especie de sentimiento de culpa por no entenderte; entonces hay que abandonar el intento de diálogo con una palmadita en el hombro y un "bueno, déjalo". Esperemos que con el hindi no nos suceda a la inversa.

La familia española

Al llegar nos han acogido en su hogar Valle, Eduardo y Ramón, los tres becarios del ICEX que también trabajan en la Oficina Comercial. Llevan aquí tres meses, y su servicio durará hasta septiembre. Ellos (y otras gentes que se irán uniendo) serán un poco nuestra familia este año. Al estar todos lejos de la patria y el hogar se crea instintivamente un vínculo afectivo y solidario muy fuerte.

La casa está muy bien, en el distinguido barrio de Vasant Vihar, a 10 minutos de la Oficina Comercial. Tiene unos techos altísimos, un salón descomunal (donde dormimos nosotros en unos austeros colchones dignos del Mahatma Gandhi), tres habitaciones grandes, cada una con su respectivo baño, y la cocina, más un balcón en la parte delantera y una terraza en la trasera. Por esto pagan 45.000 rupias (para convertir de rupias a pesetas de las de antes, multiplíquese por tres la cifra en rupias; para los que manejen con soltura el euro -que ya nos vale-, un euro equivale a unas 57 rupias), un dineral para la India, pero al ser tres se lo pueden permitir, además de que les dejaron la casa amueblada y con lavadora, todo un privilegio en Nueva Delhi. Ninguna casa tiene lavadora y la ropa la lavan los sirvientes (home helpers o assistants, en la denominación políticamente correcta) a mano, por lo que lo mejor es traerse ropa de batalla, por aquello de que no te destrocen las camisas de seda al lavarlas a cepillazo limpio, y cuanta menos mejor, ya que aquí en ropa hay de todo y baratísima.

El jueves 15 se unieron a nuestra pequeña familia Dani, el informático de la oficina, y su novia Silvia, que es enfermera pero viene sin trabajo y confiando en encontrar algo aquí. Otros miembros de la colonia española más cercana (en Nueva Delhi por lo visto hay 80 españoles censados, y 500 en toda la India) son Javi y Pep, becarios del COPCA (el equivalente catalán a la Cámara de Comercio de Madrid), Ana y Rodrigo, también becarios de la Oficina Comercial, y Pablo y Marta, lectores de español en la Universidad local. ¡Que Pûshana, divinidad del crecimiento y la prosperidad, reparta suerte para todos!

Aterrizaje, primeras impresiones

Llegamos al aeropuerto Indira Gandhi puntualmente a las 11:30 PM del domingo 11, después de ocho horas de vuelo desde Ámsterdam. Al pisar por primera vez suelo indio, el olor es lo primero que impacta: nada más salir del finger, en el mismo aeropuerto, el tufo tremendo que impregna el taxi, en la casa de Vasant Vihar. Es una mezcla de humos, basuras, especias, inciensos, comida, vegetación. No nos lo quitaremos de encima en meses, aunque seguro que dentro de un tiempo dejaremos de detectarlo; entonces ya seremos más indios. Más adelante iremos descubriendo que en cuestiones olfativas, la India también es un país de extremos (topicazo): los olores más repugnantes de repente dejan paso a los más exquisitos.

El Duty Free del aeropuerto parece un Todo a 100 chino de los que hay en la calle Hortaleza o Fuencarral. Viniendo de Ámsterdam, donde las tiendas de lujo del aeropuerto ocupan varias hectáreas, el contraste no puede ser más brutal. El aeropuerto en general es de una sencillez rayana con lo cutre.

Primeros contactos con la burocracia india: para pasar el control de pasaportes hay que rellenar un formulario con todo tipo de detalles personales, y pasar un control después de guardar 20 minutos de cola. Aquí mi único temor es que me confisquen las dos botellas de Rioja y el queso manchego que llevo en la mochila, pero me ponen el sello de entrada sin mayor incidente. Luego vuelven a comprobar tu identidad cuando recoges la maleta, y en un tercer control, te hacen rellenar otro papel antes de salir al vestíbulo de llegadas. Los funcionarios son secos y serios, y dan la impresión de que estos trámites son vitales, aunque seguramente a la mayoría de los viajeros no les prestan mayor atención. Les correspondemos de la misma forma, haciendo lo que piden con cierta desgana, sin darle mayor importancia.

Al salir a la calle parece que hay niebla, pero no. Es la contaminación, que inunda todo con una especie de neblina. Y nos dicen que al ser invierno ahora hay poca, que ya veremos en verano.

Aún no somos muy conscientes, pero ya estamos aquí.