The Delhi experience

viernes, diciembre 17, 2004

De vuelta

En Madrid salgo a la calle. El cielo vuelve a ser azul y no grisáceo, y el aire limpio, tan oxigenado que casi daña mis maltratados pulmones, repletos de anhídrido carbónico indio. La atmósfera me parece alarmantemente tranquila. No hay fauna animal a la vista, ni bueyes, ni jabalíes, ni camellos, si acaso perros paseados por sus dueños. El tráfico es ordenado y cívico: no hay bocinazos continuos, ni rickshaws jugando a kamikazes. Ninguna vaca interrumpe impunemente la circulación. Tanto sosiego me lleva a pensar si Madrid es una ciudad aburrida o demasiado civilizada.

Llego al kiosco, apoquino un euro por el periódico, recuerdo que allí pagaba 1,5 rupias (un duro de los antiguos), no me aburría más su lectura y me cabreaba menos. La superabundancia de información me sobrepasa: 80 páginas de periódico, diarios gratuitos, canales de noticias en el metro, docenas de revistas, telediarios a todas horas, radio, Internet... El aplastante peso del "primer mundo", imagino.

Observo, nunca antes me había llamado la atención lo despejadas que están las calles: no hay vendedores de flores o comida, ni puestos de zumos, ni peluqueros ni zapateros, ni siquiera mendigos o gente sin otra ocupación que dejar pasar las horas. Por supuesto nadie duerme en ellas, o sólo los extremadamente desfavorecidos. Me fijo en el vestuario de la gente, todos tan apresurados: predominan los negros, grises, azules marinos. Ni rastro de amarillos, naranjas, rojos, violetas, rosas. Como si el televisor se hubiera estropeado y devolviera las imágenes en blanco y negro.

Ahora he perdido el título de “Sir”, tan misteriosamente como lo había ganado al llegar a la India, aunque ni entonces hice nada por conquistarlo ni ahora por desmerecerlo. Ya no soy un ser privilegiado: nadie me trata con reverencia, a lo más que puedo aspirar es a que lo hagan con educación. Tampoco despierto curiosidad: nadie me mira, nadie me sonríe, nadie intenta sacarme unas rupias. Supongo que entre iguales no es fácil llamar la atención.

Tengo que hacer la compra. De camino al súper recuerdo el mercado de Vasant Vihar, con sus tenderos atentos y eficaces, los pequeños puestos magníficamente abastecidos. Encuentro el supermercado excesivamente higienizado: la luz blanca de hospital, los productos perfectamente alineados en las estanterías, los suelos resplandecientes y deslizantes. Sospecho que tanta pulcritud contagiará a los alimentos y los privará de todo sabor. Si al menos pudiera encontrar haldi, chili powder o garan masala con que aderezar la comida, pero me tengo que conformar con pimienta y salsa de tabasco Mcilhenny.

Me dirijo a la salida, deposito los productos frente a una de las cajeras, me echa la cuenta: 27,3 euros. Por ese dinero podría hacer la compra una semana en la India. Contraataco, ofrezco 15 euros. La cajera me mira con cara de no entender y me repite el importe: 27,3 euros. Explico que lo que llevo no vale (aunque lo cueste) tanto dinero, aún así aumento mi oferta a 18 euros. La cajera empieza a ponerse nerviosa, busca a alguien con la mirada. No me parece buena regateadora: negocia recurriendo al dramatismo en vez de a buenos argumentos. Aumento hasta mi último precio: 20 euros. La cajera está a punto de apretar el botón para alertar a Seguridad; antes de que lo haga, me resigno y pago los 27,3 euros.

Por la calle llevo puesto el discman, escuchando la música de una de las películas de Bollywood triunfadoras este año. El ritmo me contagia y esbozo algún pase de punjabi dance. La gente me mira (ahora sí) y se ríe (no sonríe). No me importa, me imagino persiguiendo a mi heroína sobre las cumbres nevadas del Himalaya, luego por praderas donde las espigas llegan a la cintura. Finalmente la encuentro en un oasis en mitad del desierto, bellísima con su sari azotado por el viento. Un momento. ¿Desierto en pleno Madrid? ¿Cómo es posible? Ah claro, me doy cuenta de que he llegado a casa y la estoy viendo a ella, mi pequeña, mi memoria permanente de la India, sorprendente y mágica, ahora tan lejos, pero cercana.

Me acerco a ella, nos repetimos una vez más la frase pronunciada con la reiteración de un mantra desde que volvimos: “No digas que fue un sueño”. De acuerdo, intentaré no decirlo, pero sé que me costará.