The Delhi experience

sábado, junio 12, 2004

En la comisaría

Durante nuestra visita a Bombay (próximamente en este diario) tuvimos la mala suerte de extraviar nuestra flamante cámara digital. No quiero entrar en detalles: es un tema doloroso que prefiero no remover. Sólo diré que nos tuvimos que resignar a comprar otra cámara y a intentar que el seguro pague la primera. La aseguradora sólo cubre objetos personales que hayan sido robados de forma violenta (no perdidos ni sustraídos mediante hurto), y además exige que se presente la denuncia correspondiente, así que no tuvimos más remedio que visitar una comisaría de policía para denunciar el violento robo del que habíamos sido desgraciados objetos. (Espero que entre los lectores no haya nadie que trabaje para nuestra compañía de seguros).


Un domingo por la mañana nos acercamos a la comisaría de Munirka, la más próxima a nuestra casa. Nos hacen pasar a un despacho en el que hay dos mesas, unas cuantas sillas, un par de teléfonos, dos policías con sus uniformes caqui, uno detrás de cada mesa, que también parecen formar parte de la escueta decoración, y unas cuantas personas no identificadas que entran y salen. Nos hacen sentar en una esquina de una de las mesas y uno de los dos policías escucha distraídamente nuestra historia, luego coge un bolígrafo y escribe algo en una especie de almanaque que tiene sobre la mesa que parece sacado de una película en blanco y negro en la que José Luis López Vázquez trabajara de contable en una sastrería. La tecnología puesta al servicio de la lucha contra el crimen, vaya. Nos dice que esperemos cinco minutos a que venga el oficial. Le decimos que muy bien.


Unos 45 minutos después llega por fin el oficial. Es un señor serio, de unos 55 años, vestido de paisano. Nos pregunta el motivo de la visita. Le contamos nuestra versión de los hechos: el sábado por la noche, mientras caminábamos felices y confiados por las cercanías de hotel Vasant Continental (apenas a 300 metros de la comisaría) dirigiéndonos a la discoteca situada en la planta baja de dicho hotel, dos individuos a bordo de una motocicleta (no, no vimos la matrícula) pasaron a toda velocidad a nuestro lado e hicieron uso del clásico tirón para arrancarnos del brazo la bolsa en la que llevábamos la cámara. Por supuesto no tuvimos posibilidad de reaccionar en ese momento, debido al susto y al shock. Al día siguiente acudimos prestos y compungidos a denunciar el suceso. Perfectamente verosímil, ¿qué no?


El tipo me mira con la misma cara que si le hubiera asegurado que el ladrón se desplazaba en alfombra voladora, o que el Atleti volverá alguna vez a ganar un doblete. Empieza a someterme a interrogatorio. Yo empiezo a temblar por dentro, aparte que no entiendo la mitad de lo que dice.


Comisario - ¿Ayer por la noche?


Charliter – Sí.


Comisario - ¿Enfrente del hotel?


Charliter – Sí.


Comisario - ¿Dos individuos en moto que pasan al lado y les quitan la cámara?


Charliter - Sí, sí (glups).


Comisario - ¿Y por qué no lo denunciaron ayer mismo?


Charliter – Es que nos quedamos muy traumatizados (horror).


En este punto ya somos conscientes de la endeblez de la historia. El comisario ladea la cabeza y emite su veredicto: “Dis is not bi-lí-bi-vol” (“Esto no es creíble”). Estupendo. Bangalore, tenemos un problema.


Amable y pacientemente, el comisario nos explica las razones que le hacen desconfiar de la veracidad de la historia. Se pueden resumir en:



  • La India es un país tranquilo y pacífico (correcto).

  • Nueva Delhi es una ciudad tranquila y pacífica (cierto).

  • Vasant Vihar es un barrio tranquilo y pacífico (sin duda).

  • Este tipo de robos son inexistentes en la India (lo sabemos, pero qué mala suerte que nos ha tocado).

  • Es imposible que anoche hubiera un robo delante del hotel, porque el comisario en persona y varios de sus hombres estaban apostados con el coche patrulla a 50 metros de la puerta, como suelen hacer casi a diario (dooop!).


Este último argumento es sin duda el más contundente y difícilmente admite réplica. El comisario nos informa (siempre paciente y amable) de que no puede atestiguar nuestra versión, y que simplemente va a hacer constar que hemos perdido la cámara. Cautivos y desarmados, flagrantemente desenmascarados, sabemos que la situación ha cambiado radicalmente. Ahora ya no se trata de que nos crean. Se trata de ver cuántas rupias nos va a costar que nos crean.


Por supuesto que ofrecerle dinero a un policía indio para que en una denuncia aparezca que tu cámara ha sido robada por la fuerza y no perdida, o para pasar por alto que acabas de atropellar a un mendigo y lo has dejado moribundo en mitad de la calzada, es algo tan habitual como sobornar al funcionario de turno para que se acelere la tramitación de tu expediente o hacer la declaración de impuestos oficial junto con el pago en especie dirigido al inspector de Hacienda. El dinero es el mejor lubricante para hacer que funcione (a favor del que lo tiene, claro) la perezosa y colosal maquinaria burocrática india.


El comisario nos pregunta si estamos de acuerdo con lo que va a hacer constar en la denuncia (cámara extraviada, ergo no cubierta por el seguro). Obviamente no lo estamos. Aquí siguen unos minutos un tanto incómodos y de conversación confusa. Él está esperando que hagamos nuestra oferta. Nosotros no acabamos de lanzarnos. Nos pregunta unas tres veces si estamos seguros de que queremos que aparezca la palabra “pérdida” en la denuncia. Las tres veces le contestamos que no. Él está alargando la conversación, completamente abierto a la puja que queramos ofrecer, esperándola tal vez con una mezcla de curiosidad y avidez (incluso nos ha preguntado cuánto valía la cámara, sin duda para calcular la tarifa correspondiente); remolonea en la silla, dice algo intrascendente a sus subordinados, el muy pillo nos está dejando unos segundos de diálogo para que preparemos un plan de emergencia. La situación es ahora cómica, no puedo evitar reírme. Nos planteamos contarle abiertamente la verdad y ofrecerle el dinero, aunque no sabemos cuánto será lo indicado (¿2.000 rupias, 3.000?). Al final, lamentablemente, nos falta arrojo. Nos pregunta por enésima vez si estamos de acuerdo con el enunciado de la denuncia. Nos encogemos de hombros y esbozamos una media sonrisa como respuesta. Él desiste, y ordena finalmente a uno de los policías que formalice la denuncia. Se levanta, nos da la mano y acaba la conversación. Adiós póliza.


Hay que decir que toda la escena estuvo presidida por un cartel colgado en la pared con el siguiente lema: “Want to be trusted? Tell the truth” (¿Quiere ser creído? Diga la verdad). Qué sagaces, estos indios. Maldita sabiduría oriental.